miércoles, 29 de enero de 2014

Cahuitos

Me parece que nunca hubo una mejor forma de estudiar historia que con los cahuitos. El fiambre alcanzaba para comprar uno o dos en la tienda de la esquina.

Teníamos en las manos ese pequeño cilindro, envuelto en un blanco papel que, al abrirlo, nos traía dos maravillas: una, conocida, la del delicioso sabor del caramelo que se encontraba en su interior, la cañita con el gustillo dulce y la contextura quebradiza. Rodeándolo, un papelito, una lámina que nos enseñaba de todo.

Allí estaban Juan José Flores, el venezolano, primer Presidente del Ecuador, y Vicente Ramón Roca, con su vara de mercader. Aparecían Eloy Alfaro y García Moreno, y la primera vez que vimos el rostro de Manuelita Sáenz fue en ese dibujo y no en un libro de texto.

La épica Batalla del Pichincha se veía reproducida en un soldado realista que caía del caballo ante el ataque de un granadero del ejército patriota. Reconocimos la nariz aguileña del Mariscal Sucre, la misma de las monedas que llevaban su nombre. Bolívar tenía una casaca azul con botones dorados y el rostro moreno y de mirada profunda y triste. Chávez aún no le había cambiado la fisonomía.
Y después: ¡a jugar a los cahuitos en el patio de la escuela!

El sorteo para ver quien empezaba primero; después, frotando el papelito en una banca baja del patio, se buscaba hacerlo volar lo más lejos posible y evitar así la ominosa caída por encima del que venía después. Sucesivamente volaban uno tras otro hacia el suelo, hasta que alguno se traslapaba en el más cercano y pasaba de inmediato a manos del ganador. Había que apretar los puños al ver que el cahuito perdido era el del general Camacaro montando en el caballo, sin cabeza pero erguido, en el fragor de la Batalla de Tarqui.

Las tardes de cauhitos eran interminables, llenas de alegrías y de penas: a veces, hasta se apostaba el caramelo. La colección numerada del uno al 50, era un tesoro que ya no podía jugarse a la suerte.

Esos papelitos nos enseñaron historia, pero también a ganar y perder. Nunca más he saboreado un caramelo de caña como ese. 

Publicado el 29 de enero de 2014

miércoles, 22 de enero de 2014

Nuestra luna lejana

Se oye con frecuencia: “Lo mejor es viajar”. Y la gente lo hace con el límite que le da su dinero y su tiempo.

Muchos toman a su familia –incluyendo abuela y perro- y la embarcan en la buseta escolar que todos los días se usa para el trabajo que sostiene la casa. Aparece un fin de semana largo y la buseta cruza el Cajas, o sale de Guayaquil o de Santo Domingo, y llega a la playa. Las incomodidades no importan aunque muchos deban dormir en el propio vehículo.

Otros, si tienen dinero, van al exterior.

Llegados al sitio, todos empiezan a observar y asombrarse de aquello que no es cotidiano, que no se refleja en el trajín diario, descubriendo construcciones, vegetación y personas que no son como las nuestras. ¿O si?

Es que “descubrir” es justamente eso: develar lo que cubre algo, deshacer la ignorancia, encontrar lo oculto, lo inesperado.

En los barrios más populares otra forma de viaje aparece aún a costa de “piratear” señales de televisión: las antenas, que reciben ondas desde los satélites que circunvalan la tierra,  también descubren, en la propia casa, lo que ha estado oculto, lo que no se sabía.

¿Qué lleva al hombre a tratar de salir de su entorno y ver cosas nuevas, aún a costa de sacrificios o de largos pagos mensuales que nunca acaban?

Pueden ensayarse muchas respuestas, pero hay una que parece estar presente: en el interior de cada persona está, quizás vivo, ese niño que se asombra con lo nuevo.

Es verdad que el mundo parece moverse solamente por dinero; sin embargo hay muchos que están dispuestos a ir más allá con la clara intención de encontrar algo que vuelva a permitir que el corazón lata más rápidamente, las mariposas vuelen en el estómago y el cabello de la nuca se erice.

Al ver “Europa Report”, del director ecuatoriano Sebastián Cordero, queda claro el mensaje de aquellos que son capaces de ir más allá de los límites, aún a costa de cualquier esfuerzo: “Qué vale mi vida ante lo que hemos encontrado” es la frase que marca un viaje hasta la lejana luna de Júpiter, en la que los ojos vuelven a abrirse otra vez, grandes como platos, ante lo nunca visto, lo inesperado.

¡Ay, si podríamos viajar hacia nuestra propia luna lejana! 

Publicado el 22 de enero de  2014

miércoles, 15 de enero de 2014

Muerte y estadísticas frías

Mónica Spear era una mujer guapa, simpática y exitosa. Tenía solamente 29 años. Hoy está muerta y enterrada en su patria, Venezuela.  Hitomi Tet Suo, japonés, estaba de luna de miel en Guayaquil. Tenía alrededor de 30 años. El día 28 de diciembre fue asaltado. Hoy Hitomi reposa para siempre en la isla del Sol Naciente.

Estos casos han conmocionado a la opinión pública, que ha impulsado a las autoridades a resolverlos. Los resultados han sido positivos, pues se ha informado que los asesinos están ya presos. ¡Bien por ello!

Sin embargo la satisfacción –si puede llamarse así ante una situación tan horrenda- desaparece rápidamente cuando empiezan a recordarse otros crímenes que no han seguido la misma suerte: homicidios que llevan años de investigación, asesinatos en que los criminales parecen protegidos por fuerzas extrañas que impiden su captura. En estos casos las víctimas fueron ciudadanos comunes, sin presencia en los medios ni fotos en revistas de moda.

Venezuela tiene una tasa de homicidios de 39 por cada 100.000 habitantes, según noticia de su Ministro del Interior. Es cierto que no es el país más violento del mundo: en el 2012, Honduras tenía 92 homicidios por cada 100.000. ¿Y el Ecuador? La tasa en el 2009 era de casi 19 homicidios por cada 100.000 personas. La oferta gubernamental es que, hasta el año 2017, la tasa bajará a cinco.

Todo eso está muy bien, pero la cifra nos devela  una realidad cruda: jamás los homicidios desaparecerán. En esos cinco puntos habrá padres de familia que salen a trabajar y no vuelven, niños que reciben un balazo en un asalto, el joven de 16 años que está terminando su colegio y que nunca convertirá en realidad su sueño de ser médico.

Muchos seguirán muriendo.

Sin embargo hay países en los que la tasa de homicidios es inferior al uno por cada 100.000 personas: son lugares desarrollados, en donde hay trabajo, se respeta la ley y en la conciencia de cada ciudadano se encuentra enraizada la consigna de no dañar a nadie.

Ojalá más allá del 2017 nuestra tasa disminuya aún más: cada punto menos significa una sonrisa, un abrazo más. 

Publicado el 15 de enero de 2014

miércoles, 8 de enero de 2014

Ruptura y tecnología

Hubo una época en que llamar por teléfono a la casa de la enamorada era una aventura: ¿Contestaría ella misma? ¿O lo haría la mamá? El papá nunca levantaba el teléfono para recibir llamadas.

Si contestaba la mamá era de rigor identificarse ante la pregunta “¿De parte de quien?” con la frase “De un amigo”, esperando que la señora no pidiera más explicaciones. El resultado podía ser positivo, si la chica se acercaba, a menos que la respuesta fuera un seco “No está...” y más si se recomendaba  no volver a llamar otra vez.

Cuando las cosas iban bien la mamá “acolitaba”, como se dice hoy, y la conversación telefónica podía extenderse por varias horas.

La visita a la casa de la novísima enamorada tenía varias etapas: primero, en la puerta de la calle; después de algunas semanas, por el callejón podía llegarse al primer patio, esperando que éste tuviera por lo menos una banca para poder sentarse. Solamente después era posible insinuar que la reunión fuera en la sala, con la permanente presencia de la mamá para ver que estaba ocurriendo.

Las peleas de enamorados podían seguir el mismo libreto: muchas veces se producían por teléfono, con frases que debían entenderse en el llano sentido en que se pronunciaban: hemos terminado, no vuelvas a llamar,  no me interesa tu amistad (¿) y otras que podían ser más críticas pero que significaban lo mismo. Por ejemplo: “Dice que no está...”

Hoy las citas, las declaraciones y las relaciones se llevan por mensajes telefónicos. El sistema más conocido señala con una marquita verde la salida del mensaje y, con otra, cuando éste se ha leído. ¿Qué sucede entonces? Aparecen las dudas terribles: si leyó el mensaje porque no contesta, en dónde y con quien está. ¿Estará enrollada con otro?, ya no le intereso y así, de improviso, se presenta la paranoia.

El “síndrome del doble check” hoy trae más rupturas de noviazgos y matrimonios que una llamada telefónica no recibida o malamente contestada.

Sin embargo son la ignorancia tecnológica y la falta de confianza en la pareja las que producen la ruptura: la doble marquita solamente supone que el teléfono receptor recibió el mensaje, pero no testifica que fue leído.

La próxima vez que no reciba respuesta a su SMS piense dos veces antes de romper una relación. 

Publicado el 8 de enero de 2014

miércoles, 1 de enero de 2014

Silencio y ruido

Hoy es primero de enero. De alguna manera el día más tranquilo del año, por lo menos para aquellos que ha permanecido en su casa y no están en la larga fila de vehículos que trata de moverse en las carreteras, en un viaje interminable entre la playa y la ciudad.

Atrás han quedado el ruido y la música, compañeros permanentes de las últimas jornadas, más aún cuando el Año Viejo se ha celebrado en el último viernes de oficina, pese a que era solamente 27.

El hombre, que ha vivido durante milenios en contacto con la naturaleza y el silencio, cree que éstos ya no forman parte de su hábitat natural. Es necesario que el televisor esté encendido para que la casa no parezca sola. 

La música ambiental evita que los salones llenos de gente, las piscinas públicas o los bancos, parezcan solamente  lo que son: una reunión de seres humanos cercanos pero desconocidos. Los juegos de video tienen  sonidos que hipnotizan.

El ruido de las ciudades, grandes o pequeñas, está en todas partes: en el bullicio de la gente, en el claxon del vehículo que golpea al transeúnte, en el parlante que se desgañita en la tienda de barrio, calificada absurdamente como boutique, con los maniquíes en la puerta.  

Lo encontramos en los lugares más disímiles y menos esperados: ¿acaso no suena la música discordante de un DJay (pronunciado como “disk joker” en el argot popular, y tal vez con toda razón) en una límpida mañana yunguillana?

El silencio asusta, nos vuelve a la realidad de lo que somos: parte de una naturaleza que buscamos defender en la teoría, pero que no la sentimos nuestra en realidad... porque somos ciudadanos.

El silencio puede rescatarse: hay que caminar por los campos, ir a los bosques, escuchar el murmullo del agua de nuestros ríos, el sonido del viento, el crujir de las hojas en un bosque.

Hay que romper el paradigma que condena a este mundo: la ausencia de sonido no es sinónimo de muerte ni de olvido. Es un momento para encontrarnos con nosotros mismos, aunque caminemos acompañados.

Se ha promovido días en que se apagan las luces, no se habla por el celular o se usa bicicleta. 

Sin necesidad de promoverlo, busquemos un día en que el ruido desaparezca y escuchemos lo mismo que escucharon los primeros hombres y mujeres, hace milenos: el sonido de la Tierra. 

Publicado el 1 de enero de 2014