miércoles, 23 de enero de 2013

Comer fuera


Se ha vuelto común salir a comer fuera los fines de semana. Los patios de comida de los centros comerciales están llenos y ofrecen mezclas que, en las pequeñas e incómodas mesas, muestran la diversidad de gustos y sabores.

En el mismo lugar se encuentran chinchulines presuntamente argentinos, con ceviches nacionales –no peruanos-, lomo de chancho con menestra de lentejas y hamburguesas totalmente gringas; yogur helado y tacos mexicanos.

Es que la señora de la casa se ha rebelado y no quiere caer en la rutina diaria de la preparación de la comida, ni lavar los platos, ni dejar de compartir con los hijos por estar junto al fogón (¡es un decir!)

Esta nueva tendencia no es exactamente vieja: en los últimos 20 años del siglo anterior, utilizando una frase que nos lleva a un tiempo que parece muy lejano, la gente no salía a comer fuera. El lugar para hacerlo era la casa, con toda la familia. Los tiempos eran distintos: los más pudientes tenían “muchacha” que trabajaba también los domingos; las mamás sabían hacer tamales con la receta gualaceña de una amiga; y, por supuesto, no existía el concepto del reconocimiento a la madre de familia por su trabajo en la casa, pues se daba por hecho que es lo que le correspondía.

Poco a poco el almuerzo del empleado público o bancario se convirtió en el lunch y después en el “lonch”. Los más suertudos traían de la casa un portaviandas con comida hecha por la mamá. Los demás buscaban un restaurante de barrio, de esos que tienen un pizarrón en la puerta, donde se ofrece una sabrosa comida por muy poco dinero (incluye jugo).

La vuelta de los emigrantes trajo otra ola: la de la comida rápida, aquella que el albañil o carpintero de “Niujersy” se sirve de pie, en 15 minutos, para continuar en el arduo trabajo. Resulta extraño que un almuerzo, seguramente a destiempo, siempre a prisa, sin compañía amable, se traslade al lugar donde un locro de papas es más sabroso y alimenta más, como un recuerdo de momentos de triunfo en país extranjero.

Todo está muy bien: el ama de casa puede descansar un poco en un día que le habría tocado trabajar. Sin embargo el riesgo está latente: la comida popular, la sabrosa y la complicada de preparar, tiende a desaparecer de las mesas familiares.  Este pedazo importante de nuestro patrimonio empieza a convertirse en “cocina fusión”, cuando un chef que no comió motepata cuando era chico, sino “ropa vieja” o empanadas chilenas, o bife de chorizo, se vuelve el autor de una nueva fanesca y la presenta como auténtica. Todo fluye y todo cambia, pero la comida es también parte de nuestra identidad.  Ya viene la fanesca verdadera: gocémosla.

Publicado el 23 de enero de 2013

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