miércoles, 3 de agosto de 2011

Vacaciones en la quinta

Había que hacer primero una larga lista para no olvidar nada: desde el “papel oriental” que serviría para mejorar el olor de los cuartos de la casa, hasta la lámpara de gasolina para iluminar las oscuras noches.

Escoger los libros era una oportunidad para llevarse varios que esperaron la lectura por muchos meses: Sandokán, Los varones; novelas de Hugo Wast o, tal vez Corín Tellado, las señoritas.

No había que olvidar un buen licor ni el terno de baño, pues después de nadar en el hondo, el tío favorito necesitaba calentarse un poco. Como un aventurero capaz de cruzar un embravecido río: así lo veían los sobrinos.

Algunos contrataban un vehículo de plaza –no se les llamaba aún taxis- para poder llevar un par de colchones que siempre harían falta, y la canasta de la compra. Al fin de cuentas, el lugar encantado de las vacaciones estaba solamente a pocos kilómetros de Cuenca: en Narancay, Monay, El Salado, Machángara. Algunos, algo más lejos: Ucubamba, Challuabamba, El Descanso. Las quintas grandes, en Gualaceo y Paute.

Eran tres meses –si, tres- maravillosos en los que el sol no paraba de brillar y las noches eran lo suficientemente oscuras para que las “muchachas” contaran cuentos de aparecidos mientras los mayores jugaban cartas.

No hay chico que no haya temblado en esas noches con las historias de María Angula o de los gagones, o de la olla de oro que se escondía en algún cerro cercano donde aparecía un arcoíris colorido en un día en que se mezclaban el sol con una tenue garúa.
Eran largas semanas en la que se hacían cosas que ordinariamente estaban vedadas: desgranar maíz, hacer melcochas después de golpear toctes, o fabricar un molino en la acequia, con las hojas de un penco que giraba salpicado de agua pura.

Se acababan todos los pantalones viejos, sea porque no aguantaban más o porque los chicos crecían. No faltaban los golpes, las caídas, las quemaduras, la insolación, el corte con una hoja de sigsal, la curación con una hoja de geranio, el olor pungente de la ruda, el sabor dulce de la caña, los espinos de las tunas, que había que sacar restregándose los dedos en la cabeza.

No había televisión y la radio servía solamente para dos cosas: para oír a veces un partido de fútbol, como cuando a Ansaldo le rompieron las costillas y no pudimos ir a un Mundial, o escuchar el Congreso Nacional, cuando era interesante oír el discurso de un político.
Se fueron tantos años pero aún están aquí, en el recuerdo imborrable de la infancia.

Publicado el 3 de agosto de 2011
 

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