miércoles, 24 de agosto de 2011

Tardes de cine

¿Recordamos la vieja ciudad de Cuenca? Es una pregunta para quienes definíamos los limites urbanos entre San Sebastián y San Blas, la Calle Larga y la Iglesia de María Auxiliadora. Fuera estaban ya los campos.

A un costado de la Iglesia, llamada también de los Salesianos, estaba el teatro en que el Padre Crespi, de barba larga, sotana negra y manchada , presentaba todos los domingos a la hora del matinée una serie de películas que atraían a gran cantidad de muchachos. En una sola tarde este avanzado de la cinematografía presentaba películas mudas de Charles Chaplin (pronunciado Chaplín, como aún se mantiene entre los asistentes de esas tardes), otras, de aventuras, como las del Llanero Solitario y su compañero Toro, al auténtico Tarzán encarnado en Johnny Weissmuller y su inefable mona Chita, para concluir con la cómica final que traía a la pantalla a los Tres Chiflados y el Gordo y el Flaco.

A las dos de la tarde el teatro rebosaba de jovenzuelos y una que otra chola, a veces madre de familia, pero muchas, acompañantes. Desde las profundidades se oía avanzar el sonido de una campana, que anunciaba la llegada del Padre Crespi y el alboroto era mayúsculo. Es que solamente con su presencia podía iniciar la función.

Antes de que se apagaran las luces y por momentos que parecían eternos –habrá durado entre tres y cinco minutos- el cura hacía un resumen de lo que verían los asistentes. Le estaba permitido, sin embargo, prenderlas nuevamente cuando una película requería una reflexión o una observación, siendo la más famosa la que indicaba cuando John Wayne, o cualquier otro, besaba a Maureen O’Hara, o cualquier otra, que el beso reflejaba el “cariño que se tienen esos hermanitos”.

Al final de la tarde, cuando se acababa la función y se abrían las puertas del teatro, decenas de muchachos salían en estampida, creyendo cada uno de ellos que era Durango Kid que atacaba a los cheyennes. Poco a poco el Parque de María Auxiliadora iba quedando solitario mientras los asistentes volvían a su barrio de La Merced, Todos Santos, El Vecino, San Roque o al lejanísimo de Las Herrerías.

Hoy la magia se ha perdido: la película comprada en la calle y vista en cualquier televisor es un acontecimiento más, de una vida rápida y sin mayores emociones. ¡Quién pudiera oír, una vez más, el tañer de la campanilla, antes de que empiece la función!


Publicado el 24 de agosto de 2011

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