miércoles, 4 de mayo de 2011

El rayo de la muerte

Luis Alfonso Chacha Pazán dejó Cuenca y sorteando una serie de dificultades recaló en Nueva York. Como buen azuayo buscó apoyo de gente conocida –amigos y parientes- para que le ayudara a buscar un empleo. Había dejado en su ciudad natal a toda su familia y esperaba poder reunirla apenas pudiera contar con el dinero suficiente.

La vida en Nueva York no es fácil: los inviernos son helados y los veranos tórridos; hay gente de todo el mundo que se mueve en las calles como en una selva urbana; se encuentran pocos amigos, pero afectuosos.

Atravesaba todos los días la ciudad, a veces en el metro, en donde se encontró con toda clase de gente. Inclusive tuvo miedo pues los rostros no eran amistosos. Otras,  se sorprendió de las diferencias de las caras de los viajeros y, más aún, de sus ropas. Había de todo: grandes hombres blancos, vestidos de cuero negro, con tatuajes en sus brazos; un pequeño chino que se balanceaba en la silla del metro; rostros nacidos en lugares lejanos de su Cuenca, pero cercanos por la raza: tal vez bolivianos o peruanos; muchos negros.

Había escuchado, sin embargo, de coterráneos que triunfaron y habían conseguido hacer un buen dinero. Uno de ellos inclusive estaba terminando la construcción de una casa en El Pan. 

Luis Alfonso tuvo suerte y consiguió un empleo: duro, de cocina, y en un barrio que le resultaba extraño y lejano del lugar en donde vivía, pero le satisfizo. 

Después supo que Manhattan era el corazón del mundo: aquí estaban los bancos más grandes, las industrias más poderosas, los millonarios más excéntricos, los músicos más famosos; en fin, la gente que mandaba. 

Aprendió a ver la línea de rascacielos desde el puente de Brooklyn, y a reunirse con los amigos en Flushing; incluso una vez navegó gratis hasta Staten Island y compró una “estatua de la libertad” de plástico, que prendía su llama, como un recuerdo de la ciudad abrumadora en que se encontraba.

Lo que nunca pudo suponer es que estaría en su trabajo el 11 de septiembre y que el restaurante de las Torres Gemelas en que laboraba recibiría un rayo mortal, pues nunca supo qué pasó.

Hoy su familia ha visto en la televisión que, en un lugar del mundo que no conocen y cuyo nombre no pueden repetir, han matado al que ordenó el ataque a las Torres Gemelas. Se sienten de alguna forma vengados por lo que sucedió y por los demás ecuatorianos que nunca más volvieron a su patria. Luis Alfonso nunca fue encontrado, pero tiene una fotografía en lugar preferente de su casa.


Publicado el 4 de mayo de 2011

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