miércoles, 20 de mayo de 2015

Palmira destruida

En algún momento de este convulsionado mundo un grupo de hombres armados se dirigirá a Ingapirca. Verá desde lejos la elipse famosa que ha subsistido por más de quinientos años y, acercándose con las máquinas que trae y con los equipos de perforación que usa, empezará su labor de destrucción.

Pondrá explosivos en la parte más débil de la elipse y disparará electrónicamente la carga. Las grandes piedras serán despedazadas y la ruina se producirán de inmediato. Los tractores seguirán el trabajo planificado y, en pocas horas, lo que fue ya no será nunca más.

Otro grupo, en Quito, se tomará la Plaza Grande y avanzará un par de cuadras hacia la Iglesia de la Compañía. En la tarde sus columnas barrocas tienen un color de oro viejo. Este grupo trae consigo sierras y martillos enormes. En pocos momentos se han alzado andamios metálicos y tres individuos inician su actividad de destrucción: todas las imágenes que franquean la gran puerta ruedan por el suelo.

Justamente esto sucede hoy en la antigua ciudad de Palmira, en medio del desierto de Siria. 

Los grandes toros alados asirios, las máscaras funerarias egipcias, las columnas romanas, el teatro griego enclavado en medio de la arena, el templo de Bel de los fenicios y los cananeos, el campamento de Diocleciano, que fuera después residencia de la reina-guerrera Zenobia, el templo de Nebo de los babilonios, todo está en riesgo.

Los soldados del Califato Islámico arrasan esas tierras, donde parece no quedará nada vivo ni tiene espacio el recuerdo de antiguas civilizaciones de Oriente y de Occidente.

El odio, el fanatismo, la sumisión, el delirio, la ofuscación sostienen el mazo, aprietan el botón que hace volar la bomba, encienden el bulldozer, guían el hacha, aprietan el gatillo.

Lo que fue nunca más será: Palmira la bella, la imponente, será destruida. La humanidad, como pasó en cada conquista anterior, habrá perdido algo insustituible y será cada vez más pobre. 

Y todo esto lo veremos por la televisión mientras comemos papas fritas.

http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/10714-palmira-destruida/

Publicado el 20 de mayo de 2015

miércoles, 13 de mayo de 2015

El salón

Muchas cosas suceden en la vida: unas se quedan en la mente y otras desaparecen sin que sea posible recuperarlas nunca más.
Ya lo dijo Borges, en un verso memorable: “...un libro y en sus páginas la ajada violeta,/ monumento de una tarde/ sin duda inolvidable y ya olvidada...”
Sin embargo, hay circunstancias que se quedan guardadas en nuestra memoria más recóndita; sucesos, que siendo nimios, nos afectaron grandemente y se han quedado allí, ocultos tras un poco de hojarasca.
El salón tiene las sillas pegadas a la pared; las chicas se encuentran sentadas en el lugar más alejado. Se ven bonitas y se han vestido para la ocasión: algunas hasta se han pintado un poco los labios y se han puesto rímel.
En la otra esquina está un muchacho con un tocadiscos. A su lado hay un montón de long plays y discos pequeños de 45 revoluciones. Está buscando qué poner para empezar la fiesta: se necesita tener buena mano para que la aguja no rebote en el acetato o lo raye, dejándolo inutilizado.
Ha escogido ya un disco y la música empieza a sonar. La chica elegida está sentada entre varias amigas. Para sacarla a bailar hay que cruzar todo el salón.
La frase está preparada y ensayada: “¿Me permites?” Lo difícil es repetirla con voz fuerte, sin que tiemble la barbilla. Muchas ideas cruzan por la mente en ese momento: ¿qué hago si no quiere bailar? ¿Cómo respondo si me dice que está cansada? ¿Vuelvo a cruzar el salón hacia atrás o saco a la que está al lado?
Estas cavilaciones no paran mientras la música sigue. Empezaron las cumbias, uno que otro rock’n’roll, y después vienen los boleros, de esos que hay que bailar agarrado.
Es hora de cruzar el salón, esperando que los zapatos no emitan chirridos por la cera recién puesta. El miedo retiene una y otra vez al indeciso, al tímido, al que no sabe qué decir a las chicas. Cruza por la mente el versito de una canción: “No quiero arrepentirme después/de lo que pudo haber sido y no fue”. 
Parece que es tarde: la mamá de la chica la ha mandado a llamar. 
La fiesta se acabó.

http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/10679-el-sala-n/

Publicado el 13 de mayo de 2015


miércoles, 6 de mayo de 2015

El botiquín

En la casa había un botiquín, y en el botiquín se encontraban los remedios para curar las enfermedades usuales de toda la familia.
Uno de ellos era un emplasto rosado, que se calentaba a baño maría y después se untaba en el cuello con un cuchillo plano, de esos que servía para poner la mantequilla en el pan.  Esta masa caliente se extendía por el pecho de manera fácil, hasta que empezaba a enfriarse. Entonces se quebraba toda y las astillas  se desparramaban por las sábanas. ¿Seguro que el numoticine curaba?
Las amígdalas inflamadas tenían un método curativo infalible:  salía de la caja un largo palito de madera, en que se envolvía un algodón que era prontamente introducido en el mertiolate. Las tocaciones  dejaban no solamente un sabor a yodo en lo más profundo de la garganta, sino también una sensación enorme de nausea.
No había mejor cicatrizante que la hoja del geranio bien mordida, que se ponía sobre la herida de los dedos para que deje de sangrar. Las hojas de eucalipto en agua hirviendo, puestas en una lavacara debajo de la cama, permitan respirar en la larga noche cuando la tos levantaba a todos en la casa.
La ruda, con su olor pungente, o el azote con ortiga, podían también calmar los síntomas o curar enfermedades raras, sin dejar de considerar que esta última podría ser un buen antídoto contra los tragos del marido demasiado amante de la farra.
Si dolía la cabeza estaba  aconsejado aplicar  en las sienes unos trozos de azufre amarillo, que detendrían de inmediato el  barreno que taladraba la testa. Si era muy fuerte el dolor, unas hojas de higo atadas a un pañuelo podrían ser una aceptable  e impresentable solución.
Todo tenía cura o por lo menos parecía tenerla: un baño en alcohol no solamente que bajaba la temperatura sino que producía una sensación inmediata de bienestar. Soplar un ojo, apegando la boca al  pañuelo, ayudaba a que la mota de polvo que nublaba la vista desapareciera de inmediato.
Todo era bueno, hasta un punto, mientras no llegara el  supositorio. El viejo vecino del barrio ya lo dijo: “Me floto, me floto, pero no me pasa el dolor”

Bendita medicina casera, que nos permitió sobrevivir.

http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/10646-el-botiqua-n/
Publicado el 6 de mayo de 2015