Hay un momento en la vida de los pueblos y de las ciudades pequeñas que dejan de ser tales; se convierten, entonces, en ciudades grandes, impersonales, desconocidas, donde la gente puede perderse en un barrio que nunca ha visitado, o encontrarse en un lugar que parecería estar en otro sitio.
Pero no siempre fue así: hubo un tiempo en que las direcciones se daban de manera más simple y, sin embargo, el que preguntaba llegaba sin contratiempos. Entonces alguien vivía al lado del almacén de la señora Celina Arce, en donde había un perro viejo y lanudo permanentemente recostado en la puerta de entrada; o se fijaban direcciones indicando que la casa estaba al lado de la tienda de la señorita Hortensia Ortiz.
La ciudad se extendía de San Sebastián a San Blas y de la Calle Larga hasta la iglesia de María Auxiliadora. El resto era todavía campo por descubrir, sea para ver la ciudad desde Cullca, mientras el sol y el viento nos daban en la cara, o ir a la laguna de Viskocil, a remar, después de un largo trecho por un camino angosto y polvoriento.
Era, entonces, Cuenca, un paraíso de la libertad. Se podía caminar en la noche sin riesgo alguno, cuando había terminado la kermesse del colegio y la ruta nos trasladaba desde Pumapungo a la Gran Colombia. Atravesar el Parque Calderón poco iluminado, cuando se terminaba la función de la noche en el cine, permitía abrigar en el fondo del corazón esa sensación de pertenencia por partida doble: esta ciudad es mía, pero también yo soy de esta ciudad.
No se necesitaban profesores contratados para aprender a manejar. Algún amigo lo tomaba a cargo poniendo a disposición el viejo vehículo de la familia, hasta que el “camarón” estaba listo para derrapar en la curva del estadio, todavía cubierta de lastre.
Las familias y los individuos se identificaban fácilmente con el apodo: se sabía quienes eran los chivos, los monos, los huagras, los pájaros. No se necesitaba un nombre para identificar al “flaco” Malo o al “venado” Ramírez.
La ciudad era lo mejor del mundo: teníamos los mejores cuyes, el mejor clima, el agua más pura, las mujeres más lindas, la Catedral más imponente. No emocionaba el Himno y sabíamos cantar el “Dulce Jesús Mío” y “De rodillas, Señor, de rodillas...”, pero también la “Chola cuencana” y “Gotas de ajenjo”.
Publicado el 18 de marzo de 2015
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