miércoles, 27 de agosto de 2014

Harry Quebert y un asesinato

¡Quién podría escribir como este joven!

He terminado la lectura del libro “La verdad sobre el caso Harry Quebert”. El autor es el suizo Jöel Dicker, que tiene nada menos que 29 años. Escribió esta novela hace dos años y, sin lugar a dudas, se ha convertido en un fenómeno mundial.

Lo cierto es que, en un tiempo en que hay tanta cosa para ver en la televisión- basura y cosas buenas, aunque mucho menos-,  y faltan las horas para el trabajo y estar con la familia, abrir una novela de casi setecientas páginas parece un despropósito.

Nada más equivocado. Inmediatamente el libro atrapa y sumerge al lector en un torbellino de situaciones extremas: una niña de quince años, un autor que no puede escribir, un pueblo anacrónico, un amor imposible, una desaparición, el descubrimiento de un cadáver, un asesinato.

El retrato de todo un pueblo, con sus virtudes y miserias (más éstas que las primeras) y, durante toda la trama, el desafío a la mente del lector para que descubra la verdad, con pistas que llevan de un lugar a otro de la manera más extrema y, a la vez, lógica. Esta verdad no es solo la de la muerte, es también de la vida de cada uno de los personajes, tan comunes como cualquiera de nosotros.

Cada uno de los treinta y un capítulos empieza con el consejo que Harry Quebert, el escritor famoso, da al novel Marcus Goldman para que éste pueda escribir un libro.

Hemos tenido la suerte de poder leerlo en español inclusive antes que se traduzca al inglés: en los Estados Unidos se presentó recién en mayo de este año, lo que nos permitió una pequeña revancha intelectual ante una sociedad que, nos guste o no, compra millones de libros.

Al final, como un homenaje a este nuevo genio de la literatura, cabe reproducir lo que el mismo Dicker escribe con toda propiedad:


“Un buen libro, Marcus, no se mide sólo por sus últimas palabras, sino por el efecto colectivo de todas las palabras precedentes. Apenas medio segundo después de haber terminado el libro, tras haber leído la última palabra, el lector debe sentirse invadido por un fuerte sentimiento; durante un instante, sólo debe pensar en todo lo que acaba de leer, mirar la portada y sonreír con un gramo de tristeza porque va a echar de menos a todos los personajes. Un buen libro, Marcus, es un libro que uno se arrepiente de terminar”.

Publicado el 27 de agosto de 2014

miércoles, 20 de agosto de 2014

La campana

La ciudad está llena de ruido: vehículos, fábricas, vuelo de aviones. Estamos tan acostumbrados al ruido que lo hemos asimilado y enmascarado, hasta no sentirlo.

En la vida cotidiana han desaparecido los sonidos de la naturaleza: no escuchamos ni el correr del agua, ni los pájaros, menos aún el viento entre las ramas de los árboles.

No todo sonido natural es calmante ni agradable: el trueno puede sobresaltar; el ruido interior de la tierra, cuando el temblor empieza a aflorar, espanta.

Hay, sin embargo, un sonido perdido en la memoria de los años; un sonido antiguo y añorado: el de las campanas.

Cada campana de Cuenca tenía su propio tono y voz: la de Santo Domingo recibía al trasnochador, que vuelve a casa cuando empezaba la procesión del Rosario de la Aurora; la del Cenáculo, que anuncia la fiesta del barrio; aquella lejana y clara, de la Catedral Vieja, que da la hora. La de San Alfonso, la de las Conceptas...

No hay remedo más triste que escuchar una campana en una torre de iglesia de pueblo, por medio de un altoparlante.

Había campanas alegres, como la del carrito de helados, que sonaban tintineantes. Otras, tristes, como la que tañían a la salida del cortejo fúnebre.

Y había también una, especial, la de la escuela, que solamente podía ser tocada por un alumno: ¿el mejor?, ¿el mimado?

Cualquiera que haya sido, más que izar la bandera el lunes por la mañana, el campanero de la escuela tenía un encargo único.

Siempre del último grado, siempre puntual, aunque debiera esperar en la Secretaría, subía al tercer piso del antiguo edificio y en un rito tradicional, sin ensayo alguno, daba tres golpes iniciales antes de echar a volar, con toda la fuerza de la muñeca, la llamada que congregaba las filas. Empezaba la clase: castellano, redacción, lugar natal, historia y geografía, nombres que también se han olvidado en aras del progreso de la pedagogía. De allí, cada uno a la espera de que sonara de nuevo, anunciando el recreo.

Quien estuvo en un patio vacío de escuela, en hora de clases, no olvidará el tañido de la campana y la apertura explosiva de las puertas, de donde salen decenas y decenas de estudiantes a la carrera, empujándose y codeándose, desesperados por una bocanada de libertad, hasta llenar el patio de otros ruidos: humanos, infantiles, vitales.


Publicado el 20 de agosto de 2014

miércoles, 6 de agosto de 2014

El regalo

Vienen en varios tamaños y colores. A veces son tostaditos y, otras, blancos. Como un paquete, que se espera ansiosamente buscando en la página de envíos del internet, en ciertos casos llegan puntuales y en otros se retrasan o adelantan.

Muchos han sido encargados y otros llegan más bien de sorpresa. Suelen estar aquí a las horas más extrañas, lo que nos hace preguntar si Quien los envía trabaja siempre, sin descanso:  unos, muy temprano; otros, a altas horas de la noche.

No están sujetos a trámites aduaneros –gracias a Dios- ni a pago de salida de capitales. Casi todos, sin excepción alguna, están debajo de los cuatro kilos por lo que no hay que declararlos previamente, aunque sí deben inscribirse después.

Revuelven todo a su llegada: trastruecan la vida familiar, y es necesario trasladar muebles, cambiar de lugar las lámparas, a veces inclusive instalar nuevas conexiones eléctricas.

Aunque antes se entregaban directamente en la casa, hoy deben retirarse de lugares especiales, llevando el carro hasta la puerta para que la salida no implique que los vientos de agosto puedan afectarles, menos aún la lluvia. No es necesario que el transporte sea muy grande, basta un asiento cómodo pero siempre en la parte de atrás, pues es peligroso llevarles en el asiento delantero.

Generalmente necesitan ayuda de varias personas  para que, llegado a la casa, pueda instalarse debidamente. A veces pasa previamente por una habitación que no será su destino final, en una especie de inclusión a un mundo distinto del que vienen.

Con ellos llegan diversas sensaciones: desaparición inmediata de la angustia que supone la espera, seguida inmediatamente por la alegría incontenible de verlo aquí, pequeñito y cercano, después de haber soñado tanto cómo será. Surge de inmediato el deseo de dar a conocer a todos que por fin ha llegado,  que está lindo, mejor que en las fotos que empiezan a enviarse a los amigos y parientes, buscando cada ángulo, cada sesgo, cada perfil.

Y en lo más profundo del corazón, esa sensación de que se ha cumplido nuevamente el milagro de la vida, que los esfuerzos, la espera, los viajes, el sufrimiento –que pudo haber habido- han sido premiados más allá de lo que nos merecemos. Y la respuesta inmediata que lleva a decidir que otros, sus padres, tendrán que educarles, porque nosotros, los abuelos, estamos aquí para mimarles y hacerles felices. 

Ha llegado el regalo extraordinario: un nieto. 

Publicado el 6 de agosto de 2014