miércoles, 30 de noviembre de 2011

Una guitarra gime suavemente


La primera vez que me fijé en la figura de George Harrison fue en la fotografía que se encontraba en el reverso de la carátula del disco “Help”, publicado por Ifesa en 1965.

En ella aparecía George como un joven flaco, vestido en traje de vaquero: sombrero tejano, camisa de cuadros, chaleco de cuero, jeans. Parecía cualquier otra cosa menos el guitarrista de los Beatles. Era, en 1965, el “hombre tranquilo”, ante el impacto que causaban John Lennon y Paul McCartney con su personalidad arrolladora, y Ringo, desde la batería, embromón y payaso.

Pasaron los años y sus canciones empezaron a escucharse más en los discos de la banda. La extraordinaria calidad con la que tocaba la primera guitarra en un grupo que tenía tres: la de George, el bajo de Paul y la guitarra rítmica de John, descollaba en solos que marcaron época. Allí está, para muestra, la introducción de “Ticket to Ride”, del disco antes señalado, o la maravillosa “Something”.

Pero George cambió, y cambió la música con él. Descubrió para el rock un instrumento que Occidente no conocía: el sitar o cítara de la música hindú, que introdujo un sonido extrañísimo para los oídos de los roqueros. Éstos, que se supone son siempre vanguardistas musicales, escucharon con estupor la propuesta del Beatle y, hasta la rechazaron. Esas obras son, hoy clásicos del rock, y no hay canción que muestre más el espíritu de la sicodelia de los años 60 que “Madera Noruega”.

Y George cambió aún más: buscó espiritualidad en un mundo que caminaba a pasos agigantados hacia una meta única y material. Se dedicó a la meditación y escribió cuando Beatle, publicándola en su época en solitario, una canción que removió nuevamente los cimientos del rock: “My Sweet Lord” o “Mi Dulce Señor”, en la que buscaba a Dios, manifestando que quería encontrarle pero que la búsqueda tardaba demasiado.

Le dolió la muerte de los niños de Bangla Desh, que golpearon el rostro de Occidente con sus caritas cubiertas de moscas y los estómagos hinchados por el hambre. Organizó, por primera vez en la historia del rock, un concierto para recaudar fondos y, más allá de eso definió, que un cantante como figura pública, tiene una responsabilidad social que cumplir.

Hace 10 años el guitarrista de los Beatles, encontró por fin al Dios que buscaba. El cáncer le dio el zarpazo que antes no logró el cuchillo del asesino que le atacó en su casa.

Esta noche, como hace tantos años, una guitarra gemirá suavemente y será por George Harrison.

Publicado el 30 de noviembre de 2011

Casas de Cuenca

Nuestra ciudad atraviesa en estos días una actividad cultural muy importante. Se ha abierto la Bienal, la gente va a la presentación de películas que están fuera del circuito comercial y se ha inaugurado el Festival de la Lira.

La cita de poetas hispanoamericanos, en su acto inaugural, redescubrió al escritor Enrique López Diez, personaje misterioso y longevo que vivió más de 100 años y construyó su casa en la calle Bolívar frente a lo que es hoy la Mansión Alcázar, en el barrio de la Iglesia del Cenáculo.

La poesía nos incita a re-caminar Cuenca y a encontrar en ella nuestras casas con patio, traspatio y huerta. Algunas con altas torres, como pajareras, para bucear en el océano inmenso de las estrellas que podían verse desde la ciudad antes de la contaminación luminosa que nos agobia. Otras con cielorrasos de latón pintado, provenientes de París y trasladados por el Cajas hacia el valle de las flores.

Casas que aún conservan el canto del gallo de pelea, en el momento de la traba con espuelas de espina de pescado o de hueso, afiladísimas como puñales para causar la muerte instantánea del rival. Otras, que tienen el árbol de higo apoyado a la tapia, como el mejor lugar para cosechar esta fruta, tan antigua que hay quien sostiene que fue la que Eva dio a Adán, y no una manzana.

Huertas con plantas medicinales para curar los males del cuerpo y del alma. La hierbabuena olorosa al roce de las manos caseras que arrancan las hojitas para la preparación de la infusión.

Casas que tienen en el fondo un “cuarto oscuro”, en que se amontonan toda clase de objetos misteriosos y que fueron, a la vez, motivo de las pesadillas de los niños y reto para vencer el miedo. Cuartos oscuros donde están, en total desorden, maniquíes de celuloide, máquinas de escribir que tienen cuatro hileras de teclas, un cuadro del Ángel del Dolor que se usó en el velorio de la matrona de la casa, un cartel con peces entre los que están el desconocido narval con su cuerno retorcido que agujerea una canoa, revistas viejas de Leoplán y El Peneca, y tantas cosas que fueron utilizadas, contempladas y amadas por personas que ya no están, reposando cubiertas de polvo hasta que van a parar, para siempre, en un infame depósito final: el basurero.

Estos patios se han transformado de caballerizas en garajes, por el burdo transcurrir del tiempo que todo lo destruye.

La recuperación de la memoria histórica es un compromiso de los ciudadanos que saben que Cuenca, comprometida también con la modernidad, debe seguir siendo única y no transformarse en una metrópoli gris, como tantas otras que existen en el mundo.


Publicado el 23 de noviembre de 2011

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Reivindicación de la corbata

He leído a un escritor argentino residente en España decir que, si pudiera hacerlo, retornaría inmediatamente después del próximo domingo a Buenos Aires, “porque mi país de adopción no puede volver a ser gobernado por gente con corbata”.

Se refiere claramente a que está seguro que el próximo domingo el Partido Popular (PP) ganará las elecciones españolas.

La corbata es, para este escritor, una clara muestra de pensamiento retrógrado, oscurantismo, derechización.

Es cierto que, para algunos, usarla puede significar echarse un lazo al cuello, con la sensación molesta que se siente en el cadalso. A otros parece dificultarles la circulación sanguínea porque pierden la capacidad de pensar con claridad.

La corbata, de origen italiano y, según los entendidos, proveniente de la palabra “croata”, fue introducida por mercenarios de tal origen alrededor del año 1650, y posteriormente se extendió por todo el mundo. Fue, y sigue siendo, una prenda eminentemente masculina aunque sea políticamente incorrecto continuar haciendo divisiones por sexo –que no de género, pues éstas pertenecen a la gramática-. Por ello, ciertas mujeres audaces: George Sand, Marlene Dietricht o Madonna, las usaron como una forma de provocación.

No está demás recordar que una de las fotografías de más éxito en los calendarios “de lluchas”, que encontramos aún en mecánicas o vulcanizadoras, es la de la chica con grandes atributos que no tiene puesto nada, ¡excepto una corbata!

La usan gobernantes de las más diversas condiciones: desde los jerarcas chinos hasta el señor Obama. Lo han hecho también Lenin y Henry Ford. Se mezclan, a veces, con camisas de raigambre autóctona, pero vuelven a aparecer en las imágenes oficiales o en los carteles. Me pregunto si hay alguna diferencia entre el uso de la corbata y el del traje sastre con el asumió su cargo una nueva ministra, que antes utilizó el uniforme de guerrillera.

Hay profesiones que requieren una corbata pues ésta demuestra que el señor que la usa es confiable. ¿No está Ud. de acuerdo? Pregúntese si preferiría ser operado por un médico que se la quita para ponerse la bata de quirófano, o por quien nunca la ha usado. Al final, la corbata es un signo externo, como pudo ser la bufanda o la shigra para los estudiantes de Sociales de los años setenta. Hoy, aunque no lo quiera, el novel abogado tiene que aprender a “hacerse el nudo”, pues el cliente –sobre todo el que proviene del pueblo- espera que su defensor asuma con responsabilidad y respeto su caso: el uso de la corbata da por lo menos esa apariencia.


Publicado el 16 de noviembre de 2011

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Discriminación y jueces

Se ha publicado en la prensa del país una larga lista de nombres –son 334- del concurso para designar los jueces de la Corte Nacional de Justicia. De estos se elegirán 21.

La lista contiene el resultado de la fase de méritos y la nota máxima que podía obtener cada candidato es de 30 puntos. Sin embargo hay alguno que tiene más de 30: una de ellas aparece con 33. No es un error aritmético sino de la aplicación de un reglamento que utiliza medidas de acción afirmativa, que permiten que ciertas personas puedan sumar hasta cuatro puntos más y, por ende, rebasar los 30.

La acción afirmativa es conocida también como “discriminación positiva” definida como la “protección de carácter extraordinario que se da a un grupo históricamente discriminado, especialmente por razón de sexo, raza, lengua o religión, para lograr su plena integración social”.

La acción afirmativa en el presente concurso trata, en consecuencia, de amparar, favorecer o defender a las personas que forman parte de grupos discriminados y que, por ello, no podrían acceder a la Corte Nacional.

En este caso han recibido dos puntos o más (hasta cuatro) las mujeres, los emigrantes, los candidatos con discapacidades, los domiciliados en los últimos cinco años en una zona rural, los que se encuentran incluidos en grupos de pobreza, y quienes se han calificado a si mismos como parte de pueblos o nacionalidades indígenas, afroecuatorianas o montubias.

Caben algunas reflexiones al respecto: ¿estos grupos han sido discriminados y no han llegado, por ser tales, a la máxima instancia de la Administración de Justicia?

¿Se reconoce de esta forma su valor cuando, ante una misma calificación en las pruebas de oposición y méritos, tiene más derecho para llegar a la Corte Nacional el emigrante, la mujer, el ciudadano con índice de pobreza mayor, o quien ha expresado que pertenece al pueblo montubio?

Por último: ¿la persona beneficiada con la discriminación positiva será mejor juez que un hombre mestizo, sin discapacidades físicas, que haya residido en una de las zonas urbanas del país, laborado en la Función Judicial y, por tanto, no está en uno de los quintiles de pobreza?

Esperamos todos que la nueva Corte Nacional de Justicia cuente con hombres y mujeres capaces y honestos, que desarrollen el ejercicio de la magistratura con honorabilidad y sapiencia.


Publicado el 9 de noviembre de 2011

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Pelea en el Parque de las Monjas

Las fiestas bailables, o matinés, que fueron objeto de un artículo anterior, a veces no terminaban tan bien como se esperaba. Una vez cumplido el rito de la música nacional y terminado el baile, quedaban ciertos rencores entre los asistentes, nacidos, cuando no, de las enamoradas que habían bailado demasiado con otro o, lo que era peor, habían “aceptado” a otro.

La fiesta, en ese momento se congelaba. Los involucrados en la discrepancia se veían obligados a asumir una posición nacida de un sentimiento atávico arraigado en lo más profundo del ser –el duelo- y el asunto terminaba en una pelea.

Pero esta pelea no era necesariamente el mismo momento. A veces había un desafío para el día siguiente, en el Parque de las Monjas, o en el llano al lado del Tres Estrellas; en otras, la situación se zanjaba en el Parque de la Madre, lugares propicios para el enfrentamiento a puños.

Las reglas estaban claras: nada de patadas en el suelo si uno de los contrincantes se caía; tampoco estaban permitidos los mordiscos, ni la rasgada de la ropa. ¿Reglas de caballeros? Tal vez, aunque prevalecía en el subconsciente de los peleadores y de sus amigos una frasecita que tintineaba en el fondo de la cabeza: “no hagas a otro lo que no quisieras que te hagan a ti.” Reflexión que, entre otras cosas, ha dado origen no solamente a las normas de convivencia sino también al Derecho.

Una vez iniciados los golpes, las dos jorgas que presenciaban haciendo un ruedo, cuidaban que no se involucraran terceros y que el amigo no aguantara demasiado. Rápidamente el asunto terminaba y los contrincantes, todavía mal encarados, con un ojo morado de seguro, se estrechaban la mano como un signo de que todo había concluido.

Me consta, por experiencia, que una vez terminada una pelea en el Parque de la Madre, las jorgas se dividían y los grupos, encaramados en una paila de camioneta, subían mezclados en una demostración de que el asunto estaba zanjado.

¿Tiempos mejores? Tal vez. No se usaban manoplas - tal vez un corcho en los puños para que el golpe fuera más duro- y tampoco botas con punta de acero. De ninguna forma se mandaba a pegar con otro y, menos aún, pagando. Jamás alguien habría usado un puñal. Un arma de fuego era algo impensable.

Indudablemente se producía una situación violenta, no deseada, pero que se asumía con hombría de bien. Muchos de los peleadores llegaron a ser buenos amigos y la “trompiza” es hoy una anécdota de juventud, aunque una nariz rota queda para siempre.


Publicado el 2 de noviembre de 2011