miércoles, 27 de julio de 2011

Las reliquias de Elia Liut

Visitar el Museo Remigio Crespo Toral era una aventura. Los estudiantes abrían unos ojos muy grandes al ver las fotos de El Salado, campo de aviación –que no aeropuerto- donde aterrizó el Telégrafo I en su cruce de los Andes la primera vez que llegó un avión a Cuenca.

La hélice de madera, ya rota, que se encontraba en la pared del Museo, hacía soñar de inmediato con aventuras del aire, el vuelo por entre los riscos y cerca de los cóndores, la niebla que habría cubierto a la aeronave, las gafas empañadas del piloto y, a lo lejos, un pequeño descampado, con miles de personas esperando, donde se posaría el avión en su viaje triunfal.

El Libro de Cabildos de Cuenca, donde aparecía el acta de fundación de la ciudad, transportaba a quien lo miraba a un viaje de 500 años hacia atrás. Podía ver Guapdondélig, la llanura de las flores, con pequeñas chozas en las que se mezclaban españoles e indios en un germen que llevaría a una mezcla que, al cabo de tantos años, aún está viva.

El busto de Honorato Vázquez, que presidía un salón, rememoraba tiempos en que la Patria trataba de cerrarse en su propia piel, fijando límites -no siempre aquellos que esperábamos- con sus vecinos, en una historia de frustraciones e ilusiones que, al final, determinaron la estructura de nuestro territorio.

Por allí algunas armas, provenientes de batallas libertarias, traían el olor a pólvora, el frío de los páramos y el triunfo del Portete de Tarqui. La Misión Geodésica Francesa nos daba razones para estar orgullosos de las torres de nuestra pequeña Catedral Vieja, tan hermosa, que sirvieron para medir los meridianos terrestres y llevaron, según se cuenta, a que el mundo empiece a utilizar el sistema  métrico decimal: “ torres tan famosas como las pirámides de Egipto...”

Estas historias, que formaban la historia de la ciudad, impactaron en miles y miles de jóvenes e hicieron que se forjara una identidad cuencana. Al final, el orgullo de las hazañas que podían parecer pequeñas, pero que eran nuestras, nos daban un sentido de pertenencia a una Cuenca querida.

Vemos hoy, estupefactos, que el Museo Remigio Crespo Toral se cae; sus viejas vigas no resisten el paso del tiempo, sus muros falsean. Los cuencanos no han permitido que la desidia triunfe y utilizando las redes sociales, el correo electrónico, las nuevas tecnologías, han llamado a defender nuestro patrimonio. Parece que este llamado angustioso tendrá resultados... Cuenca lo exige.


Publicado el 27 de julio de 2011

miércoles, 20 de julio de 2011

El código de honor de los sicarios

Las novelas de caballería que leíamos en la infancia nos mostraban la figura de unos hombres casi invencibles, que usaban unas capas muy largas y, en el pecho, una cruz rojo sangre. Sus escudos eran enormes y cubrían toda la humanidad del caballero. Entre éstos, los Templarios eran posiblemente los más famosos: habían actuado directamente en las cruzadas y su nombre venía del Templo de Salomón.

Pues bien, han aparecido en México nada menos que los llamados Caballeros Templarios de Michoacán. En sus carteles –pues hacen publicidad para enrolamiento- se ven las figuras de esos antiguos soldados de cruz roja en el pecho y espadas que, para levantarlas, se necesita de fuerza sobrehumana.

Semejanzas existen: los michoacanos también tienen  su Código de Honor, en el que se leen edificantes mandamientos tales como la prohibición de matar a un semejante por el solo gusto de hacerlo; tampoco les está permitido secuestrar ni matar por dinero. Pueden hacerlo, sin embargo, investigando razones suficientes (¿?) que serán las que permitan la ejecución de sus víctimas.

El caso es que los templarios de Michoacán son una nueva banda de sicarios que reciben, por escrito y en 25 páginas, instrucciones precisas sobre cómo deben comportarse para ser dignos de ser aceptados y ascender en la pandilla.

Por supuesto, quien no cumple con las reglas se hace acreedor a una muerte violenta por las razones suficientes a las que nos referíamos antes.

Los miembros de la banda pueden traficar drogas duras, pero les está prohibido utilizarlas. Tanto es así que deben someterse a exámenes antidoping para demostrar que se encuentran limpios.

Siguiendo antiguas prácticas de la Mafia o de la Camorra italiana, la principal virtud de estos caballeros es el silencio, que asumen con un voto más fuerte que el de los monjes trapenses.  El silencio es padre y madre que protege a cada uno de los secuaces en todas sus correrías; su incumplimiento traerá desgracia para toda la familia del templario mexicano: muerte de todos sus miembros y confiscación de sus pertenencias.

Extraña condición la de los hombres, que requieren normas escritas para tranquilizar su espíritu en el cumplimiento de un torcido designio. Extraña situación que demuestra que la norma no equivale siempre a la justicia, ni la contiene. Extraña mezcla de historia medieval con sangre de los más pobres, en un país agobiado por una tragedia que parece no tener fin. 

Publicado el 20 de julio de 2011

miércoles, 13 de julio de 2011

Persistencia de la memoria

Cuando Borges escribió la inquietante frase: “La meta es el olvido. Yo he llegado antes”, nos fustigó con una verdad incontrastable.

Sin embargo es sabido que las sociedades buscan la inmortalidad; aquello que las personas no pueden lograr por si mismas, tratan de conseguirlo, en conjunto, sustentadas en el conocimiento, descubrimientos y conceptos de todo el grupo.

Una sociedad persistirá cuando sus raíces sean lo suficientemente fuertes y profundas para que puedan sostenerla en su viaje hacia el futuro.

Por ello es necesario recuperar la memoria de hechos y circunstancias que conforman una identidad; en nuestro caso, la identidad cuencana. En estos últimos días e impulsados por el reconocimiento que una nación extranjera, el Estado de Israel,  hizo a un ciudadano de esta tierra, hemos conocido que Manuel Antonio Muñoz Borrero realizó en los tiempos aciagos de la Segunda Guerra Mundial, en plena vorágine del fascismo, una obra que salvó vidas de individuos que posiblemente ni siquiera sabían donde quedaba el Ecuador. 

Hace unos años nos conmovió la película “La lista de Schindler”  que narraba la historia de un hombre que salvó de la muerte a judíos polacos cercados en Cracovia. Hoy encontramos que Muñoz, cónsul ecuatoriano en Suecia, jugándose su futuro diplomático –como sucedió- logró que 80 judíos polacos pudieran escapar de la muerte, con pasaportes que tenían el sello del Ecuador. Los hornos crematorios de los campos de concentración quedaron atrás, para estos perseguidos, en las alas del cóndor que luce nuestro escudo.

Gerardo Martínez Espinosa ha escrito un libro que contiene la historia de Manuel Antonio Muñoz y lo ha llamado “Pasaporte a la Vida”. Con esta obra recupera, para Cuenca y para el Ecuador, la memoria de un personaje que, por los avatares del destino, llegó a un momento y a un lugar que marcaron para siempre la existencia suya y de otros.

A Muñoz posiblemente le habría sido más fácil continuar con una existencia limitada a ver correr los días y las noches en la helada Escandinavia, pero asumió el reto que la historia le puso delante. Esta narración pone en evidencia lo que ha sucedido en la vida de Cuenca, cuando sus ciudadanos no dudaron en resolver los problemas que la reclusión geográfica les trajo. Con raíces profundas, nuestra ciudad debe enfrentar ahora los retos del futuro. Nuestra meta común no es el olvido. 


Publicado el 13 de julio de 2011

miércoles, 6 de julio de 2011

Vigencia de Jim Morrison

El día 3 de julio de 2011, un estudiante cuencano incluyó en su red social lo siguiente: “Hoy son 40 años de la muerte del más grande: Jim Morrison, rey lagarto, vives en nosotros! Te amamos maestro!”

¿Qué lleva a un cuencano que tiene 20 años, a referirse a alguien que murió hace 40, y con tanta pasión?

Para quienes no lo saben o no lo recuerdan, Jim Morrison fue, como muchos en otro siglo, lo que podría llamarse un “poeta maldito”. Cantante del grupo The Doors, tuvo una carrera más bien corta, pero grandemente influyente en el momento histórico de finales de los años 60 y principios de los 70. El mundo se encontraba convulsionado: Vietnam estaba presente; los ciudadanos, especialmente  los jóvenes, consideraban que podían cambiar la historia con movilizaciones que llevarían a la concientización de los gobernantes. La violencia en los Estados Unidos había terminado con el que se llamó el Reinado de Camelot: habían sido asesinados John y Robert Kennedy, también Martin Luther King. No había nada más.

Morrison tuvo una formación clásica tradicional, que le llevó a transformarse en el dios Pan, un sátiro, amado y odiado a la vez. Sus conciertos se convirtieron, por ello, en verdaderas bacanales donde murmuraba o gritaba las letras que había concebido,  e impulsaba a los asistentes a liberarse de todos sus miedos: el padre lejano, la madre abandonada, la muerte que llega, el desierto de la vida donde el lagarto cambia de piel para ser otro, sin dejar de ser él mismo.

Circulaba profusamente el libro “Las enseñanzas de Don Juan”, escrito por el antropólogo Carlos Castaneda, un manual de chamanismo que descubría viejos ritos de los indios yaquis, del desierto de Sonora, en México. Morrison, por su parte, buscaba en las planicies de Norteamérica, su verdadero yo, con la ayuda del ácido lisérgico y del peyote.

El grito desgarrador de Morrison caló hondamente, sus palabras llegaron a lo más profundo de una generación y trascendieron el tiempo. Apocalipsis Ahora, la película de Coppola sobre Vietnam, se iniciaba con las notas de The End. Los versos que decían “Este es el final/mi único amigo/el final de todos los planes que hicimos/el final de todo lo que existe”, reflejaban la desesperanza de quien veía la destrucción del hombre y de la naturaleza como algo imparable y sin retorno.

Jim Morrison murió a los 27 años en París, misteriosa y solitariamente. Su tumba es visitada por miles que buscan respuestas en el Rey Lagarto: las preguntas aún son las mismas.


Publicado el 6 de julio de 2011