miércoles, 16 de marzo de 2016

Cuenca ciudad abierta

Pasan tiempos difíciles en el centro de la ciudad: está abierta, como si hubiese sido bombardeada, con zanjas que semejan trincheras de una primera guerra mundial que pasó hace un siglo y en la que se usaba gas mostaza y había lodo en cantidades.

Recorrerla hoy no es fácil. Recuperarla en un paseo que permita ver sus antiguas casas, con sus balcones y las calles empedradas deberá esperar. 

Pero hubo un tiempo en que esta misma ciudad tenía esas mismas casas con su patio, su traspatio y su huerta como lugares vivos.  Sitios en que la convivencia cotidiana se mostraba tal como era, simple y sujeta a horarios que iban de ocho a doce y de dos a seis.

Los chicos de la casa caminaban a la escuela que no estaba a más de cuatro cuadras; no iban en vehículo, que no era necesario. La abuela, acompañada de una muchacha, podía visitar la iglesia, también cercana, que era como si fuera suya. ¡Cómo no iba a serlo, si allí estaba la virgen de su advocación, o el Señor de la Buena Esperanza, o santa Rosa de Lima!

Cuando el padre no estaba lejos, en alguna propiedad agrícola de la que provenía el dinero escaso pero suficiente para el sustento familiar, podía reunirse con sus amigos en la botica de la esquina o en el parque Calderón: reuniones sólo de hombres para hablar de la política local y nacional, sin mencionar casi nunca los problemas personales, que había y eran muchos. Los varones no están para ir contando sus pequeñas o grandes penas a los amigos, aunque sean muy cercanos.

A la media mañana la empleada doméstica salía a la plaza –que tampoco estaba lejos- para las compras del día. Si iban a ser muchas, llevaba una canasta grande, de ésas que se atan a la espalda con el pañolón para que sea más fácil de cargar. Si eran demasiadas, siempre encontraría un cargador con una carretilla de madera para que acompañara de vuelta a casa.

Las madre llamaba a comer  a la hora en punto. Comida de  diario, de ésas que incluían un locro de papas o de porotos, un plato humeante de mote pelado y arroz con huevo frito. No se pensaba en el colesterol ni existían transgénicos. Era, en resumen, una comida sana.  ¿Quién sabía lo que era una hamburguesa?

Esos tiempos que se han ido no volverán jamás. Esperamos que la ciudad vuelva, cerrando sus zanjas, esas heridas que la modernidad ha causado y que nos duelen a todos.

Publicado el 16 de marzo de 2016

http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/12067-ciudad-abierta/

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