miércoles, 25 de noviembre de 2015

El vade

El niño o el jovencito piden a sus padres una mochila de moda para llevar los libros y cuadernos a la escuela. En general las mochilas son todas deportivas: llenas de cierres y de bolsillos donde entrarán con comodidad los textos y los cuadernos. Las más modernas tienen espacio para el celular y la tableta electrónica. La gama de modelos es amplísima: las hay de “Hello Kitty”, “Los Cinco Fantásticos” o “Justin Bieber”.

¡Qué lejos se encuentran estas mochilas del vade escolar y de sus tiempos de gloria!

El vade tenía ese nombre singular. Muy pocos conocían el antiguo origen de la denominación: “vademécum”, palabra latina que significa “va conmigo”.

Su estructura era fuerte pues algunos tenían inclusive una tablitas de madera para sostener la cubierta de cuero o, más bien de suela del que estaban hechos. Los bolsillos eran pocos pero los broches para cerrarlos eran de metal de verdad. Unas correas atravesaban de arriba abajo el vade, como si fueran verdaderos cinturones que protegían el contenido interior.

El peso también era mayúsculo y más aún si su propietario se detenía en un día lluvioso de noviembre debajo de una canal rota, para gozar de la caída de un enorme chorro de agua. Después, con seguridad, la mamá le retaría fuertemente en la casa pero, de inmediato y después de quitarle toda la ropa mojada, le envolvería en una toalla tibia y le daría un vaso de agua de canela.

El vade se llevaba generalmente a la espalda, sostenido con dos tiras de cuero que cortaban los hombros por el peso. Una versión que hoy podría llamarse “light” era la del carril, que se cruzaba en bandolera sobre el pecho. Esta palabra, también hoy desaparecida, no menciona un significado propio del aditamento en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua. El término posiblemente vendrá del colombiano carriel, que usan los paisas y que son unas grandes bolsas de cuero donde se lleva la plata al mercado.

Vade o carril, ambos acompañaron nuestra infancia. Contuvieron los cuadernos de cuatro líneas, la pluma y el tintero; la pizarra y la tiza; la Enciclopedia L.N.S. y el Catecismo breve, en que la primera pregunta era “Decidme hijo, ¿hay Dios?”. De vez en cuando una manzana o un poco de pinol. Estaban también el trompo y la piola, los cahuitos, los tillos, la perinola. 

Es decir, todo lo que un estudiante dedicado requería para triunfar en la vida.

Publicado el 25 de noviembre de 2015

http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/11586-el-vade/

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Charles Atlas

Lo cierto es que llegaban unas revistas, generalmente de México o de Argentina, que traían propagandas impactantes. Revisar cada página de publicidad servía para ampliar el conocimiento sobre las cosas que realmente importaban: cómo aprender a tocar la guitarra en 20 lecciones, cómo pintar el rostro de una chica con carboncillo, cómo tener una musculatura que impresionara a la misma chica.

Esas propagandas eran muy convincentes: una traía la foto, en blanco y negro por supuesto, de un señor que se llamaba Charles Atlas. Mostraba una musculatura espectacular: bíceps, pectorales, hombros. El réclame impactaba:  “Yo fui un alfeñique de 44 kilos”. El lector, 15 ó 16 años, sabía que él era ese alfeñique y que, al igual que Charles Atlas, podía convertirse en un hombre de verdad, al que las chicas mirarían y que los demás muchachos no molestarían jamás. 

Se necesitaba el dinero suficiente para poder pagar la suscripción al curso, despachado en fascículos mensuales desde alguna lejana ciudad. Si el fiambre reunido no alcanzaba, cosa muy probable, había que recurrir al papá o algún otro pariente desinteresado, a que “preste” los sucres suficientes para cambiarlos por un cheque en dólares pagadero sobre un banco de Nueva York, como exigían las instrucciones de afiliación al maravilloso curso.

La espera angustiaba: ¿habrá llegado el cheque o se lo robaron en el correo? ¿Será que el señor Atlas está muy ocupado para despachar pronto los fascículos? 

Cierto día aparecía el cartero con un sobre con estampillas extranjeras: las instrucciones habían llegado y era cosa de entender el método. Atlas lo explicaba claramente: el método era absolutamente natural y se basaba en la “tensión dinámica”, que no necesitaba ni pesas o equipos de ninguna clase.

Se trataba de utilizar el propio cuerpo para fortalecer los músculos: un brazo contra otro, el puño de la una mano contra la palma de la otra, las flexiones de pecho, las sentadillas o sapitos. Además la cosa no parecía muy complicada: 15 minutos diarios por dos semanas y el principiante se parecería a Charles Atlas. La lectura de los fascículos mostraba el avance... ¡de Charles Atlas! El espejo del dormitorio, por su parte, no reflejaba nada nuevo. 

El alfeñique local de 44 kilos dejó de insistir: la comida sana de la casa y las propias hormonas empezaron a mostrar otros resultados. El plan de ejercicios se acabó definitivamente cuando otra revista publicó un artículo crucial: “Las mujeres gustan de los hombres delgados”. Adiós, Charles Atlas. 

Publicado el 18 de noviembre de 2015

http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/11556-charles-atlas/

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Último tango

En esa época el teatro Sucre era todavía el cine Sucre. La ciudad tenía cines para todas las películas y condiciones sociales: podías ir al Candilejas a ver las películas prohibidísimas de Isabel Sarli, una argentina que mostraba sus atributos a la orilla de un río, entre cañaverales; o ir al teatro México para ver a Tintán o a Pedro Infante. El teatro Casa de la Cultura, el más grande de todos, mostraba a Charlton Heston en alguna película épica, y el teatro Cuenca anunciaba a lo largo de su marquesina la frase “Amar es no tener que pedir perdón”, que nadie entendía con claridad pero que mostraba que “Historia de amor” estaba en cartelera.
Pero en el cine Sucre, hubo un día en que la cola para entrar a una función vespertina se hizo tan larga que dio la vuelta a la esquina de la calle Luis Cordero. Estaba toda conformada por varones –una mujer no se habría atrevido a mostrarse públicamente – que ansiaban ingresar a los contados puestos para ver una película que estaba causando estragos en muchas partes del mundo. En este filme un Marlon Brando avejentado se encontraba con una jovencísima María Schneider en la ciudad de París. Todos los de la fila sabían ya de las escenas escabrosas que había que ver para opinar en el café del día siguiente.
La fila se movía lentamente y en los últimos lugares cundía el temor de no entrar a tiempo. Al final, cosa extraña, no hubo boletos falsificados o sobreventa y todos entraron al cine Sucre. En la oscuridad se veían el fuego de los cigarrillos encendidos, que buscaban calmar la ansiedad del momento.
La película se abría con la famosa pieza musical, que algunos habían tarareado en la cola. Gato Barbieri, el compositor argentino del soundtrack, era el músico del día.
La película se inició y terminó. Dejó en los presentes una sensación de tristeza y soledad. Las escenas fuertes habían sido tragadas por la trama en que dos extraños se encuentran. Los que fueron por ver un cine porno salieron desorientados: la escena crucial tenía una marcada violencia que llegaba repugnar. Muchos dijeron que lo mejor fue la música. Otros se sintieron estafados; los de más allá no podían explicar la fama del filme. Los “intelectuales” la entendieron.
¡O tempora, o mores!, como diría un romano: “El último tango en París” se ha pasado hace unos días en un canal nacional a las 4 de la tarde. No sé cuántos niños la habrán visto.

Publicado el 11 de noviembre de 2015

http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/11525-a-ltimo-tango/

miércoles, 4 de noviembre de 2015

El rollo de fotos

El que algo sabía de fotografía deseaba ser el feliz propietario de una cámara réflex, de estas que hasta intercambiaban los lentes. Mirar por el visor y saber cómo saldrían las fotos hacía una gran diferencia con las pequeñas instamatic, que eran casi como unas cajitas plásticas en que las figuras apenas se distinguían.

De allí, “quedarse sin rollo” cuando el paseo estaba en su mejor nivel o el monumento de una ciudad lejana reflejaba un rayo de sol, era realmente una tragedia. Cualquier viaje requería llevar un cargamento suficiente de película de 35 mm, sin pasarla por los controles de los aeropuertos para que no se velen, cosa que jamás fue probada como cierta pero producía una sensación de angustia en el viajero.

Cargar el rollo era especialmente difícil: a través de una ranura afelpada había que halar de la punta hasta envolver sus bordes en el mecanismo dentado. Los que han pasado por ello saben de la frustración que supone dar la vuelta a la pequeña manivela y sentir que el rollo no camina. Abrir la cámara para ver qué pasa llevaba a la entrada inmediata de los rayos de luz y la película se dañaba indefectiblemente.

Después, a disparar pero con  tino, que el rollo solamente tenía para 36 fotos. No era el caso de pasear tomándose selfies para ver cuál de ellas sale mejor. La película se cuidaba como oro en polvo y la escena se planificaba una y otra vez; se pedía absoluta rigidez para que ninguno salga movido.

Terminado el rollo había que revelarlo. Quien tenía un laboratorio fotográfico en la casa era considerado un verdadero alquimista que transformaba el agua y los nitratos en verdaderas obras de arte, mientras aparecían en el papel, en la oscuridad de un cuarto con una bombilla roja, los ojitos brillantes del primer hijo.

Más fácil era llevar el rollo a revelar: dejarlo en la tienda fotográfica por algunos días y mantenerse en el suspenso de si las fotos habrían salido bien. El sobre, amarillo o verde, incluía todas las fotografías y los negativos, que nunca había que perder y que jamás se encontraban nuevamente. 

¡Allí estaban las fotografías! Brillantes, conmovedoras, impactantes. 

Tenemos memoria porque las fotos nos vuelven a un pasado que, sin ellas, habría desaparecido en los recovecos de nuestra mente. Recuerdos imborrables que hoy se evocan porque un fotógrafo aficionado estuvo allí.


Publicado el 4 de noviembre de 2015

http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/11494-el-rollo-de-fotos/