miércoles, 30 de septiembre de 2015

Casete

Casi sin que nos demos cuenta en nuestras vidas se han producido unos cambios inimaginables. En la música, por ejemplo. El internet nos ha traído la vía para escucharla por medio de lo que se llama “streaming”.
Esta palabrita, que conocen todos los jóvenes y muy pocos mayores, es la traducción de corriente, correntada o arroyo. Significa que, conectados a la red, podemos recibir la música sin que ésta se encuentre en el reproductor, cual si bajara en una cascada de notas. 
Ha pasado un largo tiempo, más por la brecha tecnológica que por el transcurso de los años, en que había que comprar la música. Ésta venía en un disco de vinil o compacto, que necesariamente requería un tocadiscos.
No todos compraban música, sea porque no alcanzaba el dinero o porque el estilo musical buscado no se conseguía en los almacenes.
Entonces aparecía la salvación: el casete magnético, una cajita de plástico que tenía en su interior una cinta que permitía regrabar la música de los amigos e inclusive de los programas que transmitía la radio.
El método era bastante artesanal pues aún había forma de enlazar, con un cable, la grabadora con el reproductor o tocadiscos. La grabación debía llevarse a cabo en perfecto silencio: mientras el tocadiscos reproducía los sonidos casi no había como respirar.
¡Cuántas peleas familiares se produjeron en tiempos adolescentes por causa de una grabación fallida! Es que, en medio de un sublime solo de guitarra de Pink Floyd podía escucharse el grito ¡”Ya vengan a comer!” que arruinaban definitivamente el arduo trabajo realizado. 
¿Cómo regalar un casete de música romántica a la enamorada, si el locutor decía con voz estentórea el nombre de la radio en medio de la grabación?
Grabar casetes era un arte: se necesitaba tiempo, silencio, un amigo con buena música traída del extranjero, que la casa no tuviera perro que pudiera ladrar, y las largas noches no fueran las del Septenario. El trabajito que tomaba una buena grabación estaba bien compensado con la satisfacción de poseer el casete. 
¿Streaming? Sólo en los cuatro ríos de Cuenca.

Publicado el 30 de septiembre de 2015
http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/11326-casete/

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Una soda, por favor ...

El mundo siempre ha estado atento a los alimentos milagrosos, aquellos que calman el hambre y la sed o vuelven las fuerzas a un cuerpo cansado. Historias hay muchas: desde el maná bíblico que sabe a lo que más nos gusta, hasta la chía, redescubierta a los 500 años.

El sabroso ceviche supone una fuente de minerales que arreglan cualquier mala noche: aquél momento en que la definición de “chuchaqui” simplemente es “el deseo infinito de ser bueno.”

Pero el cuerpo no se agota solamente con los amigotes en una noche de juerga. También un buen partido de fútbol o de voleibol pueden mostrar que la edad no pasa en vano, aunque el jugador tenga no más de 25 años. Los músculos cansados requieren urgentemente un buen masaje con linimento olímpico que después dejará una huella olorosa imposible de borrar.

Más allá de estas recetas estaba una, la mejor, la más sabrosa: un vaso de deliciosa y burbujeante soda, de aquellas preparadas en la “Botica del doctor Sojos” en plena calle Bolívar, a pocos pasos de la esquina del parque Calderón.

Ver la preparación de la soda ya era suficiente para que el estómago revuelto, los músculos tensos, las coyunturas desencajadas, el dolor de cabeza infame, empezaran a ceder de inmediato.

El largo vaso en donde se introducía la aún más larga cucharilla de plata que revolvía las sustancias mágicas, estaba listo en pocos segundos para que el parroquiano que había llegado en búsqueda de este Santo Grial criollo pudiera tomarlo con la mano, temblorosa aún.

Las burbujas que se desprendían de las paredes interiores del vaso, iban directamente a los puntos más sensibles del cerebro, aquellos en que aún reposaba la mano que produjo el penal, el autogol, la volada que no llegó a la pelota, la bohemia nocturna, los tragos de la madrugada, todo mezclado en recuerdos de éste y del anterior fin de semana, deportivo o noctámbulo. 

Apurado el excelso brebaje, concordaban nuevamente el cuerpo y el espíritu.

Cuando alguien se llevó la cucharilla de plata los habitúes pensaron que todo había terminado. La botica, sin embargo, se sobrepuso a la tragedia: ¿y las sodas? Aún esperan por nosotros.


  • Publicado el 23 de septiembre de 2015



http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/11294-una-soda-por-favor/

miércoles, 16 de septiembre de 2015

Remolino, penal

La bolita se lanzaba desde uno de los bordes de la mesa, justo para que rebotara al campo contrario lo más lejos posible. Con un poco de suerte, podía hasta entrar al arco rival, cosa que no acreditaba la habilidad del jugador.

Los más aventajados jugaban solos contra su adversario; los que podían menos, en parejas. En este segundo caso, cada uno tenía dos manijas; en el primero, el experto se batía con cuatro, incluyendo la del arquero.

Había mesas que no estaban totalmente horizontales y que favorecían a un lado de la cancha. La bolita, puesta en el centro, rodaba hacia uno de los extremos de manera notoria.

Los muñecos, siempre de alguna dura aleación metálica y no de plástico –como ahora- estaban pintados con los colores clásicos de los equipos nacionales o extranjeros. Todos tenían la misma cara aplastada pues, aunque parezca extraño, se podía disparar hasta con la cabeza del muñeco. Eso sí, algunos tenían el pelo pintado de rubio y otros de negro: en la mente infantil posiblemente los primeros eran uruguayos.

Los futbolines del barrio no tenían la mala fama de los billares. Pero, para jugar había que pagar: la moneda introducida por una rendija en la parte baja de la mesa permitía tirar del extremo metálico, que traía en cascada las cinco bolas que venían desde el interior.

A veces salían solamente cuatro, o tres, y había que reclamar al dueño de la tienda para que éste, cansadamente, abriera un candado y levantara toda la parte superior de la mesa, incluyendo los muñecos, para buscar las bolas desaparecidas.

Después: a iniciar el juego. El más habilidoso del barrio podía hacer pases, fintas y disparar desde cualquier lugar de la cancha con grandes posibilidades de éxito.

Eso si, como todo en la vida, jugar al futbolín tenía sus reglas. La principal estaba dada para que el bisoño, el inútil, el desaforado, no pudieran ganar al ducho, al fino, al que sí sabía jugar. Esta simple regla decía: “¿Remolino? ¡Penal!” 

Es que usar el remolino desnaturalizaba el juego: revolver la manija como si fuera un molinillo de chocolate no era aceptable. Al final de cuentas, el futbolín también tenía su “fair play”. 

Publicado el 16 de septiembre de 2015
http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/11262-remolino-penal/

miércoles, 9 de septiembre de 2015

La foto de quinto grado

Uno de los antiguos estudiantes la tenía y la hizo pública: la foto de quinto grado apareció de improviso en el Facebook, 50 años después.

En el centro, el cura director de la escuela va de sotana; a su lado se encuentra el profesor. El extraño ceceo del director delata su origen español. El profesor, por su parte, además de enseñar las materias propias de lo que hoy se llama pomposamente el “currículum”, montaba también obras de teatro con el maestro de sexto. Era destacado actor en la obra “Los dos jorobados”.

Alrededor están 51 muchachos, en sus once años o algo más. Todos visten terno, camisa blanca y corbata de lazo. Miran fijamente a la cámara: el fotógrafo ha pedido a los de las filas superiores que pongan sus brazos atrás. Los primeros se encuentran de cuclillas.

Allí está el que tocaba la campana para que los compañeros se formen en el patio y entren a la clase. Está el colombiano Rebolledo, muerto tres años después de un disparo fortuito.



Están el tímido, que no sabía nada de las chicas y el que ya contaba cómo se hacían los niños. Está el ministro de la Corte de Justicia y el que no pudo soportar la vida y resolvió partir antes. Está el que fue mejor trompón del grado.

Están el médico, el ingeniero eléctrico, el que llegó a ser profesor universitario. Aparece el quiteño que se fue de Cuenca y nunca más volvió; el que murió en un accidente de tránsito en la playa. El que regresó cuando se jubiló en los Estados Unidos.

Está aquel que siempre usaba corte cadete; el que jamás se volvió a poner ni traje ni corbata. El que podía escribir con tinta china en un cuaderno de cuatro líneas, sin una sola mancha. El que jugaba basquetbol en el patio lleno y acertaba a la canasta. El que fue político socialista en la universidad. El que estudió dos carreras. El que se ha casado varias veces. El que vivía a la vuelta de la escuela. El que invitaba a Paute.

Está el que aún recuerda el himno que dice “¡Coronados de fe y de victoria...!”

En esa foto en blanco y negro está todo un mundo. El fotógrafo, invisible y desconocido, miró por el visor solamente a un grupo de muchachos. Ellos, a su vez, miraban el futuro desconocido y prometedor.

La fotografía, guardada en un cajón durante tantos años, es ahora intemporal: ¿50 años? Parece que fue ayer.




Publicado el 9 de septiembre de 2015

http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/11230-la-foto-de-quinto-grado/

miércoles, 2 de septiembre de 2015

Zepelín de plomo

Si usted está atado a las redes sociales o, simplemente, navega por Internet y coincidió con la publicación, habrá podido observar un video en el que tres hombres –tres viejos- con unas cintas y unas medallas al pecho se encuentran sentados en el palco especial de un salón de conciertos.

Si le gustó alguna vez el rock, todavía le gusta o está enterado de la historia de la música en el siglo XX, se habrá detenido un momento porque las caras de los tres le parecieron conocidas. La cámara hará un paneo sobre el teatro que está lleno de gente y, en una toma especial, mostrará a Barak Obama, presidente de los Estados Unidos y a su esposa Michelle.

Entonces habrá movimiento en el escenario y dos chicas empezarán a cantar una melodía que, en este caso, le será conocida si usted tiene entre 30 y 60 años; la cámara mostrará al baterista y detrás aparecerá un coro de góspel, con muchos cantantes. La música desplegará, entonces, uno de los himnos más famosos de la historia del rock: “Stairway to Heaven” o “Escalera al cielo”. En el palco uno de los tres hombres, el que la cantó tantas veces, soltará una lágrima.

Hubo un momento, tan lejano y tan cercano a la vez, en que los tres estuvieron en un escenario, acompañados de un baterista que fue el padre del que hoy golpea los tambores, y que ya se ha muerto.

Estos cuatro fueron semidioses de la música: Jimmy Page tocaba entonces una guitarra que tenía dos mástiles y fijó en la memoria musical algunos de los acordes más célebres que se hayan escuchado nunca.

John Paul Jones concordará con Page y su bajo marcará el inicio de una explosión en los estadios, en las salas de audiencias, en donde estuvieran.

John Bonham aporreará los tambores como esta noche, en el Kennedy Center, lo hace su hijo, tratando de parecerse.

Y Robert Plant elevará la voz, electrizando a la audiencia. Usará un jean ajustadísimo, tendrá la camisa abierta, la mirada joven y el pelo enredado. Envolverá a la multitud en una catarsis que lleva a otros mundos, más allá del ordinario decenio de los 70.

El zepelín de plomo, Led Zeppelin, se habrá elevado nuevamente.

Publicado el 2 de septiembre de 2015
http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/11196-zepela-n-de-plomo/