miércoles, 26 de agosto de 2015

Toctes

En los antiguos patios de una casa en el campo, propia o prestada, y también en la huerta de las de la ciudad, se encontraba una piedra de regular tamaño, debidamente acomodada para mantenerla firme. Su superficie era absolutamente plana y las mejores tenían hasta un reborde.

En un día cualquiera esa piedra se lavaba para dejarla libre de todas las hojas y líquenes: era el momento de hacer las melcochas.

La actividad reunía a toda la familia: mientras las mujeres buscaban el punto de la miel recién hecha con la panela o “rapadura”, los chicos tenían que golpear los toctes.

¿Alguien puede comparar un tocte con una nuez? ¡Imposible! 

La nuez la rompe con las manos hasta un debilucho; el tocte necesita una buena piedra redondeada, de esas que solamente pueden encontrarse en el río donde se ha pulido por siglos. Un sabor distinto, dulzón, barre con cualquier gusto que viene en las nueces claras.

Partirlo siempre fue un arte que no todos aprendimos: empezando por ponerlo en la posición correcta; no era tarea fácil agarrarlo con habilidad y golpearlo con la piedra, evitando chancarse las puntas de los dedos. Abierto, se necesitaba también de experiencia para sacar el contenido que tenía un notable parecido con el as de piques de la baraja española.

A un lado estaba la canasta de duda tejida, de esas que tenían un asa y que servía para reunir los toctes golpeados. Cierto es que la mayoría de los que se dedicaban a esta actividad querían probar si estaban buenos, y empezaban a mezclarlos con mote. Se necesitaba la voz rotunda para que el banquete terminara: “¡No se coman los toctes, que son para las melcochas!”.

Llegaba  la olla calientísima que traía la miel: un ágil movimiento la regaba sobre la piedra limpia hasta que alcanzara los bordes. Los toctes se repartían sobre toda la superficie, cubriendo la miel por completo. La acción telúrica de la piedra enfriaba esa masa hirviente hasta el punto que era ya posible empezar a batir la melcocha, tratando de evitar ahora la quemadura y el despellejamiento de los dedos. 

Vacaciones, toctes y melcochas: ¡qué más se podía pedir!


Publicado el 26 de agosto de 2015

http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/11165-toctes/

miércoles, 19 de agosto de 2015

Aserrío

La sierra mecánica, esa herramienta que un hombre maneja sin necesitar de otro, terminó con una de las más hermosas actividades humanas.

El árbol que cae, abatido por el hacha, causa el ruido de un ciclón en la soleada tarde de agosto. Sus ramas golpean peligrosamente todo lo que esté cerca. Verlo caer produce la sensación de mirar un gigante derribado; después, a correr sobre el tronco, tratando de mantener el equilibrio mientras los hechores del desplome empiezan a talar las ramas y a deshojarlo.

Un poco más y el tronco ha sido cortado en grandes tocones que se colocan en lo alto de unos palos en equis, igual a esos que sirvieron para crucificar a San Pedro: y, allí, en la parte más elevada, el aserrador, sin zapatos, toma la sierra y esta vez con la ayuda del que está debajo, empieza a tirar y empujar la herramienta. La piola sirve para marcar el ancho de las tablas, humedecida por esa pintura azul-morada que deja manchas indelebles en las manos.

Entonces la sierra canta y lanza miles de pedacitos de madera por los aires, formando un colchón mullido de aserrín debajo, que huele a vacaciones, a niñez, a abuelos que aún no se han ido.


Del aserrío saldrán las tablas para el piso del cuarto que se construye en la parte de atrás de la vieja casa y los pingos que se utilizarán para armar los andamios para el empañetado del tumbado de la cocina.

El sol atraviesa los millones de puntitos de madera que flota en el aire; el eucalipto huele más profundamente que cuando estuvo en pie.

Al día siguiente, cuando la madera ha desaparecido, todavía queda el aserrín que sirve para revolcarse, para lanzarlo en una guerra que daña los ojos pero vuelve felices a los niños o simplemente para tirarse allí, a mirar desde el suelo hasta el cielo, a través de las copas de los árboles que aún están de pie, sin pensar que ésta será la última vez, que no habrá una nueva vacación de hacienda, y que el olor a campo y a eucalipto desparecerán de la realidad para mantenerse solamente en los entresijos de la memoria, cuando mamá ponía las hojas debajo de la cama en una lavacara con agua caliente si estábamos agripados.

La sierra mecánica no sabe el daño que hizo.




Publicado el 19 de agosto de 2015
http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/11133-aserra-o/

Carta a mi mismo

El famoso tenista Pete Sampras se ha escrito una carta a si mismo. Por supuesto no lo hace al Pete retirado del deporte sino al adolescente Sampras que empieza a jugar y que necesita apoyo. Se ha publicado en muchas revistas y se ha reproducido ampliamente en las redes sociales.
Jorge Luis Borges tiene un cuento en que narra su encuentro con el joven Georgie en la orilla de un lago suizo. Lo patético de este contacto es que no se reconoce en el otro, porque ha cambiado tanto que ya no es el mismo. Al final, cada uno va por su lado sin saber con quien estuvo.
Parece un buen ejercicio que linda con el psicoanálisis eso de escribirse una carta para que ésta viaje veinte, treinta o cincuenta años atrás, en una especie de "Volver al futuro" real.
¿Qué podríamos escribir a ese jovencito que sale de la escuela y va al colegio en un lejano octubre? ¿Le diríamos que haga lo que hoy queremos que haga, pareciendo padres o tutores de nosotros mismos?
¿En la carta tendríamos la maldad de explicar lo que pasó en todos los casos que enfrentamos "juntos"? ¿De evitarle cada caída y cada error? Si tratamos de arreglarle la vida, tendremos el riesgo de que se produzca un "efecto mariposa", de ésos que puede cambiar todo el futuro porque no nos detuvimos en un semáforo virtual y pasamos en rojo.
Por lo menos no tendríamos la muletilla de decirnos "¡ya ves, por no hacerme caso!" y comprenderíamos de manera más clara que nadie aprende de los errores ajenos.
Puede que, en el fondo, la escritura sea solamente un ejercicio presuntuoso, dirigido a los demás para liberarnos de algún pecadillo y mostrar que nos construimos a pulso.
Más allá de Sampras, a quien admiro como tenista y también como persona, está la vieja y sabia frase de Ortega y Gasset: "Yo soy yo y mi circunstancia". Si tengo la oportunidad de leer la carta que me envío a mi mismo y hacer caso de sus consejos rancios, nunca seré el que fui ni llegaré a ser el que soy. 
Eso, ¿es bueno o malo?

Publicado el 12 de agosto de 2015
http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/11102-carta-a-mi-mismo/

miércoles, 5 de agosto de 2015

Matchbox

Una vuelta por los almacenes de juguetes muestra que el plástico es insustituible en cada pieza. Los pequeños carritos ya no tienen la calidad y finura de un Matchbox de metal, de esos que venían en una cajita de cartón como si fuera efectivamente de fósforos.
Los almacenes exhibían algunos de esos pequeños vehículos en la vitrina; los demás había que escogerlos viendo su dibujo en cada caja. Era una aventura, difícil pero hermosa, quedarse delante de la estantería que guardaba los modelos, examinando lentamente uno por uno hasta escoger aquél que el ahorro del fiambre, el regalo de un abuelo generoso o la cercanía de un cumpleaños, pondría en nuestras manos.

Después, llevarlo a la casa, abrir con cuidado la caja por uno de los extremos sin que haya que aflojar tornillos ni cortar amarra alguna, como en los juguetes actuales: solo el simple y único movimiento de levantar una solapa y permitir que el carrito se deslizara sobre la mesa.
Inmediatamente, contemplarlo por horas y decidir si en la repisa del cuarto compartido con el hermano menor, quedaba mejor al lado del Austin Mini o del bus rojo de dos pisos.
Su color brillante llamaba la atención. No abría ni las puertas ni el capó, y sus ruedas tampoco permitían el rodaje en superficies que no fueran absolutamente planas. 
El orgullo ante los amigos brotaba por los poros: ¡Ya tengo otro Matchbox! ¡Con éste van seis! Y los demás mostraban su envidia y el interés por ir a la casa a verlo, o pedir que se trajera a la escuela, escondido en el “vade” para que el profesor no lo viera.
De vez en cuando una visita a la Casa Alemana permitía la adquisición de un Schuco, que podía venir con una llave para que el vehículo se mueva por si mismo en las baldosas frías del callejón de entrada a la casa. Sin embargo, un coleccionista jamás mezclaba los carritos ingleses con los alemanes.
Pasaron los años y la cosa cambió: hoy para que un carrito atraiga la atención debe llamarse “hot wheels” y resbalar a gran velocidad por una rampa que desconoce la ley de la gravedad. 
¿Un carrito que está encima de la cómoda, sin hacer nada? Está bien para los viejos que aún lo ven como un recuerdo imborrable de la infancia.

Publicado el 5 de agosto de 2015
http://www.eltiempo.com.ec/noticias-opinion/11072-matchbox/