miércoles, 30 de octubre de 2013

Levanta la vista

Contaba un amigo que ha concluido sus actividades en una institución pública. Ha permanecido de funcionario durante muchos años, dentro de una oficina, si bien relativamente cómoda, pero encerrado entre cuatro paredes. La luz que le alumbraba era de neón y la pantalla de la computadora le disparó rayos catódicos todos los días.

Su rutina diaria suponía llegar a una hora determinada al trabajo, permanecer todo el día, y salir al final de la tarde, directo a su casa. Eso, duramente más de 20 años.

Hoy que se ha retirado decidió hacer algo que añoraba hace mucho tiempo: se ha dedicado a recorrer a pie la ciudad en la que nació y ha vivido siempre. Al llegar al centro ha alzado la vista y ha encontrado la belleza de la ciudad que muchas veces nos pasa desapercibida por la velocidad del vehículo que nos lleva, o por la premura que nos empuja a cumplir obligaciones con la vista baja y mirando una vereda.

Juan está entusiasmado y comenta con pasión sobre lo que ha contemplado en estos últimos días: un cielo azul profundo sobre el que se dibujan las torres de Santo Domingo, los rayos de sol polvoriento que cruzan la Catedral Nueva a las cinco de la tarde y rebotan en el empedrado de la calle Sucre, volviéndola de oro; los adoquines mojados que reflejan los balcones y canecillos de las casas; los frisos que aparecen en construcciones que, a nivel del suelo, tienen almacenes de ropa para niños.

Juan ha caminado horas y horas por la ciudad, volviendo a sentirla suya, a regocijarse del entorno; a agradecer el hecho reflexionado o fortuito, pero milagroso, que ha llevado a que estas casas se mantengan en pie y no hayan sido reemplazadas por mamotretos de cemento con vidrios azules de pecera, como tantos que se ven en las afueras.

En una casa de puertas antiguas Juan ha mirado hacia el pasado: ha visto el patio, el traspatio y la huerta, y ha imaginado el árbol de higos, los gallos de pelea, la piedra de las melcochas. Ha sentido el olor de la hierbaluisa y el cedrón y ha visto moverse los fantasmas de los que fueron y aún permanecen.

Todo eso es Cuenca. Ahora que se acerca un nuevo aniversario del 3 de noviembre podemos ratificar que vivimos en una ciudad especialmente bella. No esperemos mostrarla a los visitantes para volver a verla. Levantemos la vista y encontrémonos, otra vez, con su figura y con su espíritu.

Publicado  el 30 de octubre de 2013

miércoles, 23 de octubre de 2013

Publicidad y raspado de hielo


Un carro de madera, un gran pedazo de hielo, varios frascos de colores brillantes: verdes, amarillos y rosados, un raspador parecido al cepillo conque se pule la madera, un grupo de muchachos sudorosos después del partido de fútbol en el patio de la escuela.

Cada uno de ellos recibe, en su vaso, el raspado que aliviará la sed aunque la lengua quede teñida durante horas. El hielo que se deshace con el sol del mediodía, y el letrero que nunca falta: “Hoy no fío, mañana si”, terminan de definir una imagen detenida en el tiempo. Es que este heladero no requiere la publicidad en los medios para tener éxito con los muchachos.

Un poco más allá, la espumilla de guayaba, llena de grageas de colores, con los conos volteados esperando que la cuchara los llene. Una mosca que vuela y trata de asentarse prontamente es ahuyentada por el dueño del charol.

En las noches frías del Septenario se instalan los mercachifles que venden toda clase de cosas, los que gritan para atraer a los incautos que quieren probar su puntería, a sabiendas que la mira de la escopeta de motas está trucada. Cerca está la carne en palito, y el hambre termina de vencer cuando hay que elegir entre gastar los centavos en el tiro al blanco o en el chuzo humeante.

Manzanas enconfitadas que se menean en lo alto de un palo, suponen que quien las come tiene una buena dentadura, incapaz de rendirse ante el pegajoso dulce.

El perro caliente, completo con su salsa de cebollas reconocible de inmediato, llama también al hambriento que desea un buen bocado, aunque éste pudiera terminar en algo así como una intoxicación.
Éstas son comidas populares que se encuentran en cada feria, en cada fiesta popular, en la entrada de la iglesia a la que se va para la Visita al Santísimo, o en la carrera de la Cruces. Quien no las ha probado ha escamoteado algo a su vida juvenil, cuando el estómago aguanta todo.

La sociedad se ha vuelto cuidadosa: prontamente los alimentos que no son buenos para la salud tendrán vetada la publicidad, no saldrán en los diarios, ni tendrán cabida en la tele o en la radio.

Seamos francos: si por ello fuera, tampoco el hornado de la plaza de Gualaceo,  el caldo de patas, o la cuchicara de la  avenida Don Bosco, llegarían al mínimo necesario para aparecer en la prensa. Nunca mejor dicho: en este caso la publicidad pasa de boca en boca. Si no fuera así, algún burócrata estaría listo para vetarla.
Publicado el 23 de octubre de 2013

miércoles, 16 de octubre de 2013

Hércules y una llamada de auxilio


Lo recuerdo claramente: el día que conseguí el dinero suficiente para comprar el disco (long play, para llamarlo más claramente) fue el mismo que un avión Hércules llegó al aeropuerto Mariscal Lamar y aterrizó entre una nube de polvo ante la mirada de cientos de personas que nunca habían visto una nave tan grande.

La cola del avión se veía claramente desde la Avenida España, sobre la casita del terminal aéreo, rodeada de cipreses que siempre dieron un olor especial a las despedidas de quienes viajaban hacia lugares lejanos.

Hasta ese momento todavía volaban los Douglas DC3, que se ven en las películas de la Segunda Guerra Mundial, aunque habían llegado también  los Vickers Viscount y tal vez un Caravelle, que sí era un jet.

El disco estaba fabricado por Ifesa y tenía su carátula sellada con plástico. Adentro estaba la joya que acababa de adquirir, envuelta en una cubierta que impedía los rayones sobre el vinilo negro y brillante. La imagen de la carátula mostraba a cuatro jóvenes en la nieve, con ropa oscura, que alzaban sus brazos para  dibujar, en clave, cuatro letras, como aquellas que hacen los marinos en la cubierta de los barcos: h.e.l.p, auxilio.

En el reverso del disco, la lista de catorce canciones. ¿El año?: 1965

¡Qué prisa tuvimos de llegar a la casa! Desde la calle Bolívar, almacén de discos del señor Cardoso, tomando la Gran Colombia y después la avenida Huayna-Cápac, adoquinada y con parterre y monumentos, enfilamos hacia la Chola Cuencana, que nos mostraba su cántaro del que brotaba agra cristalina. En el otro lado del monumento estaba don Andrés Hurtado de Mendoza, con su espada completa, robada unos años después, y con una capa que alguna vez nos pareció similar a las alas de un murciélago (¿Batman, tal vez, en la mente infantil?)

La avenida España era una larga vía, la primera asfaltada de la ciudad. Pese a la premura de oír el disco, tuvimos tiempo para parar en el aeropuerto y ver, en directo, el gigantesco Hércules. En ese momento el avión se movía lentamente hacia el inicio de la pista, y los enormes cuatro motores de hélice levantaban una polvareda impresionante. Tomó pista y se elevó casi como un pájaro de la era de los dinosaurios.

Y después, en la casa, tomar el disco con suavidad con las dos manos; ver si no tenía ni una motita de polvo, ponerlo en el plato del tocadiscos, elevar el brazo de la aguja y bajarlo con toda la suavidad y lentitud posibles. ¡Allí estaban! los Beatles cantando Help. Casi cincuenta años.

Publicado el 16 de octubre de 2013

miércoles, 9 de octubre de 2013

Localización por el apodo


Hace unos días apareció en la prensa una noticia que decía: “En Chumblín, el chamburo es una fuente de ingresos”. La frase llevó inmediatamente a que muchos recordáramos al amigo dueño del conocido apodo que, en defensa, sacó inmediatamente de sus archivos una lista que puso a disposición.

La mentada lista contenía una enumeración muy larga de apodos cuencanos. Con ella podemos darnos cuenta, si entramos en el campo de la sociología, que muchos sobrenombres provienen de la vida del campo y de la hacienda, orígenes de la sociedad  cuencana. Están los que se refieren a animales e, inclusive, a plantas. Claro está que el original dueño del apodo o sobrenombre dio razones suficientes a sus amigos –o, tal vez, fueron enemigos- para que le “clavaran” un nombrecito que fue posteriormente heredado por sus hijos, nietos y bisnietos.

Hay personas a las que se les conoce solamente por el apodo, pues su nombre ha pasado a campo desconocido. Algunos, valientes, han pedido al Registro Civil que se incluyera el sobrenombre en su cédula de identidad, con lo que definitivamente pasaron a hacerlo suyo, sin vuelta atrás.

Ciertos ciudadanos llevan sus apodos con mucho orgullo, otros quisieran que nadie los conociera, pues son feos, desagradables, o simplemente hirientes. No existe, en todo caso, familia que no tenga el suyo que, por supuesto, nada tiene que ver con el detestable “alias” con que se protegen los indeseables y perseguidos por la justicia.

Si Usted recorre los nombres familiares, los de su jorga, o de personas conocidas, va a encontrar que la fauna se muestra en todo su esplendor. Hay aves: búhos, chugos, gallinas, garzas, loras, pavas, lechuzas, mirlos, palomas, gallos o simplemente pájaros, en forma genérica.


Los equinos se encuentran representados por los caballos, los burros, las yeguas y las mulas; los bovinos por los toros o su traducción nativa de huagras; los ovinos por las cabras, los borregos y los chivos. Están los perros y los zorros.

Aparecen animales exóticos para nuestras tierras como los camellos y los tigres; insectos como los zancudos, los piojos y las pulgas, sin olvidar a las polillas.

A cada uno de ellos puede Usted agregar un apellido, y la figura del personaje queda completa. Estos nombres sirven muchas veces para ubicar a quienes de otra manera sería imposible: “¿Te acuerdas del Wilson? ¿De quién? ¡Del Mishi, pues!” 

Ventajosamente a nadie se le ha ocurrido decir que fulanito tiene un “nickname” en vez de un apodo.

Publicado el 9 de octubre de 2013

miércoles, 2 de octubre de 2013

¿Otro idioma?


Leído en la pared de madera que rodea un edificio en construcción en la ciudad de Quito: “Para estrenar: pent-house con splashpool, wi-fi en todos los pisos, suites con kitchenette…” Escuchado en una radio en Cuenca: “Mall …  tu punto de encuentro en este back to school…”

En las oficinas se oye: “Su falta de cuidado supone un memo al file”  o “Vamos a lonchar” y también “Ponle slash para el sort de esa lista…” pues de otra manera no podrás accesar a la información.

Si uno de nuestros ciudadanos comunes de hace sesenta años se levantase, supondría que el idioma de sus antepasados ha desaparecido y ha sido sustituido por otro, ininteligible. 

Es cierto que el idioma es una pieza viva de la cultura, pero la razón fundamental de su existencia es permitir la comunicación entre los seres humanos.

No es fácil entender en qué gastaba don Quijote de la Macha su plata, pues con  “el resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se honraba con su vellorí de lo más fino”. O qué pasaba con el Cid Campeador cuando “de los sos ojos tan fuerte mientre lorando/
tornava la cabeça y estava los catando.”

Pero las frases antedichas son el nacimiento de nuestro propio idioma, que ha ido tomando palabras del griego, el latín, el árabe y otros más, para enriquecerse en los últimos cinco siglos con las lenguas y dialectos americanos.

Buena parte de los cambios se deben a la tecnología, que no ha encontrado palabras adecuadas en español para representar el concepto de una nueva pieza, sistema o artefacto. La gente se niega a decir “tableta”, en vez de “tablet” y el “dvd” se pronuncia “dividí”. 

En muchas cédulas de identidad los apellidos que se escriben con “ñ”, aparecen con “n” pues el sistema operativo no permite hacerlo de otra manera. Así encontramos a los “Munoz” y los “Ordónez”,  y algún amigo nos desea “feliz cumpleannos”.

La lengua es parte de la identidad. Tratemos de mantenerla hasta donde sea posible. Otros países lo hacen: las noticias argentinas nos han informado que la presidenta Cristina Fernández usa “calzas” y no “leggins”, aunque esa palabrita parezca venida de tiempos del Quijote.

Publicado el 2 de octubre de 2013