miércoles, 29 de febrero de 2012

Amansada de zapatos


¡Qué buenos zapatos usan hoy los caminantes! Podemos verles por los parques con calzado “de marca”, que es liviano, se acomoda a los pies y agarra bien. Una diferencia bastante importante con aquellos zapatos que requerían una “amansada” para que dejaran de ser insoportables, tanto que el mejor momento del día era la hora de sacárselos en la casa.

Es que los zapatos de nuestra infancia y juventud eran de suela dura y requerían varias operaciones previas para que pudieran utilizarse. La primera de ellas era la imperiosa necesidad de ponerles herrajes en las puntas y en los tacos, de tal manera que se evitara el desgaste anticipado y, por supuesto, la famosa y temible destapada del zapato.

Cierto es que los herrajes llevaban a que todos los chicos parecieran Fred Astaire yendo a bailar tap, lo que suponía una vergüenza infinita cuando, en un salón silencioso, la fiesta escolar o la iglesia, el chico cruzaba el salón acompañado del “tip-tap” inconfundible e inevitable.

Más vergonzosa era, por supuesto, la destapada del zapato, sobre todo en la escuela, luego de alguna patada formidable a la pelota que, en vez de terminar en el gol, llamaba a la carcajada general. El arte de caminar con un zapato destapado suponía un movimiento extraño del tobillo que evitaba que, de una vez, se pisara la suela, doblándola definitivamente. Solo quien ha sufrido esta desgracia infantil sabe lo difícil que es caminar de esa forma y no convertirse, a la vez, en el hazmerreir de los compañeros.

Los zapatos se heredaban, pasando de los hermanos mayores a los más pequeños. Ventajosamente venían amansados, pero también estaban viejos y, muchas veces, con la señal del hueco que se formaría a la altura del dedo gordo en pocas semanas más.

Se heredaban también los trajes de los padres y de los hermanos mayores. Si estaban muy usados había un método infalible: la “revirada” del terno, que permitía que el casimir interior y menos gastado sea el que se viera. La operación, sin embargo, se descubría fácilmente pues, por arte de magia el bolsillo del pecho del saco, que siempre estaba a la izquierda, aparecía a la derecha sin posibilidad alguna de volverlo a su sitio original.

También se zurcían las medias y se cambiaban los cuellos de las camisas. Pese a todo ello los niños eran felices. La sociedad de consumo aún no había comenzado, para bien y para mal.

Publicado el 29 de febrero de 2012

miércoles, 22 de febrero de 2012

Martes de Carnaval


Durante toda la semana anterior no había forma de caminar por la calle sin llegar empapado a la casa. La calle Bolívar era una línea de batalla entre los que lanzaban baldes desde los balcones y los que recibían bombazos arrojados desde los vehículos, a veces con la avisada rotura de los vidrios de las ventanas.

Alguna ingenua señorita, que salía de la peluquería con un moño coqueto, lista para la fiesta de la noche, recibía de pronto el globito artero que volvía el pelo a su estado natural. Eso, sin contar que un baldazo desde un balcón podía se mucho más definitivo.

Una camioneta estacionada entre las calles Padre Aguirre y General Torres parecía no causar daño a nadie, hasta que el peatón se encontraba que una niña abría rápidamente la ventana y aventaba un puñado de maicena al rostro del incauto paseante, que perdía toda su compostura para desfogar su ira en una sarta de malas palabras ante la ventana nuevamente cerrada.

Los parroquianos que se detenían en la calle Bolívar a leer el periódico colocado en un marco, en la pared de la casa del distribuidor de diarios, recibían también el aleve ataque que les dejaba chorreando.

En fin, se trataba de una batalla campal, sin tregua ni cuartel, pues hasta de los más alejados cuartos de la casa se sacaba a las víctimas.
Después llegaba la hora de secarse con un buen motepata, tamales de receta gualaceña, dulce de higos de la huerta y, por supuesto un buen trago, que era mejor si llegaba en forma de canelazo o de agua de ataco.

La mejor forma de secarse era, por supuesto el baile, que tenía además algo sensual con los cuerpos mojados de las parientes “monas” que habían llegado de Guayaquil a visitar a su abuela cuencana, y que se encontraban con una caterva de primos y amigos de primos, cada uno más entusiasmado en bailar con ellas.

Por supuesto nadie quería que se acabara el Carnaval, con su matanza del puerco, que traía previamente empanadas de viento para esperar que estuviera lista la cuchicara –cascarita, para los que ya no conocen idiomas vernáculos- y posteriormente con los chicharrones, hasta esperar las morcillas.

El domingo y el lunes eran oportunidad para fiestas de la misma laya, tal vez en otro lugar y con otras personas, pero con el mismo libreto.

El martes pasaba pronto y traía la sensación de que terminaba la fiesta más rápidamente de lo esperado. En la tarde, todo había concluido. Por allí aparecía algún amigo que, extrañamente, había escogido ir de montañismo al norte del país y que había cambiado el Carnaval ¡por llegar a la cumbre del Tungurahua! ¿Habrá valido la pena?

Publicado  el 22 de febrero de 2012

miércoles, 15 de febrero de 2012

Otra historia de Liverpool


Una amiga ha escrito esta frase en su página de Facebook: “Adiós a Whitney Houston. La fama debería llegar a los humanos acompañada, en cantidades iguales, de sabiduría. De lo contrario, puede terminar convirtiéndose en un arma mortal”.

La reflexión puede referirse también a otros famosos que han muerto, como Amy Winehouse, pero también a ciertos conocidos, nacionales o internacionales, que viven pero han perdido la ruta por la que vinieron.

Una de las formas de mantener los pies sobre la tierra es repensar en los orígenes y en los lugares a los que pertenecemos y de los que venimos. Por ello he revisado nuevamente los tres últimos discos de Ringo Starr, famoso baterista de los Beatles, también con una vida tempestuosa en que tuvo que pasar por rehabilitación alcohólica luego del naufragio en que se encontró conjuntamente con su esposa Bárbara Bach.

Los famosos escriben, con mano ajena, sus autobiografías en la que muchas veces inventan situaciones o hecho que buscan deslumbrar a sus seguidores. Otros se niegan a hacerlo pero sienten la necesidad de exteriorizar lo que son y lo que fueron.
Ringo proviene del norte de Inglaterra y llamó a una de sus canciones “Liverpool 8”, sector de la ciudad en la que vivió en su infancia. Dice: “el destino me llamó y no pude quedarme, Liverpool te dejé pero nunca te traicioné”. Recuerda los lugares por los que anduvo de chico y considera que, pese a haber sido “number one” cuando tocó en el Estadio Shea, en Nueva York, su calle sigue siendo Madryn Street, arrabalera y popular.

En “El otro sector de Liverpool”, Ringo rememora la pobreza y la ciudad fría, gris y húmeda, de la que solo se puede salir “con guitarras, batería y amplificador”, al igual que escapa cualquier emigrante de una condición opresora y triste.

En su último álbum, 2012, publicado escasamente hace ocho días, Ringo vuelve a referirse al amor por su ciudad y a cumplir lo que había resuelto: sacar un poquito de su vida modesta en cada nueva entrega. Con una infancia en la que su madre trabajó de mesera en un bar, para mantenerle luego del abandono de su padre, se atreve a decir que, cuando vivió en Liverpool, siempre brilló en su mente el sol.

Puede ser que los nuevos oyentes de Ringo no encuentren razones o interés en su empeño en retornar a la infancia, pero el baterista está exorcizando sus demonios y retornando a raíces en que, con menos fama y menos dinero, fue de alguna manera feliz. Ringo es ya un hombre viejo y, como tal, reflexiona sobre lo que ha sido su vida, al lugar donde llegó y aquél al que, secretamente, añora volver a sabiendas que es imposible.

Publicado el 15 de febrero de 2012

miércoles, 8 de febrero de 2012

Memorias de la galería


La posibilidad actual de comprar películas “piratas” en la calle no ha llevado, inapelablemente, a la desaparición de las salas de cine, pero éstas han cambiado de manera radical. Ya no están los viejos teatros de Cuenca, unos de mejor categoría y otros francamente malos por los habitantes rastreros y olores pungentes que los habitaron.

Sin embargo, igual que en “Cinema Paradiso”, asistir a una sala de cine con una buena compañía, para ver una película escogida en un ambiente casi religioso de silencio y concentración, no es igual que verla en casa.

Tampoco era igual ir a la luneta del Teatro Cuenca que a la galería, a sabiendas el famoso “gallinero” costaba mucho menos y podía ahorrarse aún más si se elegía la galería alta.

La diferencia de costo entre la galería alta y la baja era suficiente para que el muchacho que entraba al cine pudiera comprar un cigarrillo Lucky, Chester o Paxton o, el más machazo, fumara inclusive King o hasta Full Speed. Después, en una demostración de ruptura de las reglas, era fácil pasar de la galería alta a la baja –no sé con qué objeto- saltando una pequeña valla de madera que tenía una hilera de clavos retorcidos en su parte superior.

La galería era el lugar para ver el cine a la altura de los ojos, en unas incómodas bancas de madera sin espaldar, y rodeado a veces de campesinos, entre ellos mujeres con niños que lloraban, y que llevaban a que los majaderos gritaran una cantidad de improperios supuestamente graciosos para que la madre callara a la criatura.

El colmo del abuso de los asistentes a la galería era, por supuesto, tirar objetos a la luneta. En la temporada cercana al Carnaval, inclusive globos llenos de agua, con el correspondiente reclamo del “cuetero” que, además de poner la película en las máquinas proyectoras, era el encargado, garrote en mano, de controlar a los asistentes, luego de escuchar los agravios que le lanzaban si equivocaba el orden de los rollos.

Sin embargo esas viejas galerías llevaron a que muchos pudieran ver obras irrepetibles, desde la impactante “Ben-Hur” en la que el malvado Messala es derrotado por un joven Charlton Heston, hasta la preciosa “Romeo y Julieta” de Zeffirelli, cuando todos los estudiantes de la ciudad se enamoraron de Olivia Hussey y lloraron su muerte por la fría daga. La galería sirvió para escuchar a Raphael en alguna de sus visitas a Cuenca, o a los Ángeles Negros tocando en el ínterin de dos películas.

Hoy esas galerías ya no están, pero muchos recordarán que asistieron al cine cuando era mágico, y no una cosa de todos los días; rieron, lloraron y se asustaron con filmes que, vueltos a ver, posiblemente no son ni la sombra del recuerdo que dejaron en cada uno de nosotros.

Publicado el 8 de febrero de 2012

miércoles, 1 de febrero de 2012

Campo de aviación


La historia de la aviación de Cuenca ha estado llena de aventuras, logros y tragedias. Desde el cruce de los Andes por el piloto italiano Elia Liut en su avión Telégrafo I hasta el accidente mortal de Andesa en El Ejido, lugar donde actualmente se encuentra un centro comercial, los cuencanos han utilizado “los caminos del aire” para relacionarse con el mundo exterior.

El pequeño campo de aviación Mariscal La Mar ha sido el lugar desde donde han partido cientos de personas. Aviar a los pasajeros tenía no solamente un sabor sino también un olor especial, pues la vieja casa de la terminal contaba con un patio rodeado de cipreses en donde padres, hermanos e hijos se reunían postreramente con el viajero antes que éste, al llamado de embarque, abriera una portezuela y literalmente trepara al Douglas DC-3 que esperaba a pocos metros de distancia.

Momento crucial para los que esperaban el regreso de un ser querido era aquél en que, el de mejor visión, lograba ver el pequeño punto sobre el cielo de Ricaurte o en las estribaciones de las montañas, acercándose hacia el campo de aterrizaje. Suponía por un lado la emoción de una espera que por fin concluía y, por otro, el desenlace positivo del riesgo que significa volar. Varios –muchos- minutos más y el aeroplano habría tomado pista y estaría carreteando hacia la terminal.

Hubo un tiempo en que Cuenca parecía haber recibido una maldición y sus aviones se perdían dejando una estela de dolor e inquietud, pues no hay peso más grande en el corazón que aquel que sufren los que no pueden recuperar a sus muertos. Otros aviones se accidentaron cerca de la ciudad, marcándola para siempre.

Han cambiado las cosas y el aeropuerto –que ya no campo de aviación- recibe un tránsito diario de pasajeros ligeramente disminuido por el incremento de los costos de los combustibles. El viajante que sale de la ciudad ingresa en una sala aséptica en que se reúne con otros como él. Con la excepción de los campesinos que se despiden del hijo que viaja a lugares con extraños nombres, hoy tan conocidos como New Jersey o Queens, los demás llegan en un taxi anónimo sin compañía alguna. Ni siquiera en el social de los periódicos se ve la noticia de “Viajó a la capital por vía aérea el señor N”

El mundo es hoy una aldea global y el cuencano sigue el camino que trazaron sus antepasados: viajero que fija su mirada en lugares insospechados del mundo, en algún momento retorna para encontrarse con el recuerdo del ciprés en lo profundo de su memoria.

Publicado el 1 de febrero de 2012