Recordé las bancas del parque, los villancicos de Navidad cuando Rafael Carpio Abad, el autor de la “Chola cuencana”, tocaba en los pases del barrio. Estuvieron presentes las peleas colegiales en el Parque de las Monjas y la impresión inolvidable de ver “Romeo y Julieta”.
Aparecieron los Beatles, pero también The Doors, Sandro, Cat Stevens y Leonardo Favio.
Recorrí el patio, el traspatio y la huerta de una casa querida, en la calle Gran Colombia, y volví a sentir el temor infantil de encontrar un payaso la noche del 31. Escribí sobre la bicicleta, paradigma de la libertad en tiempos juveniles. Me acordé de la yunta y del olor de la madera aserrada. Aparecieron los discos de 45 r.pm. y las primeras matinés bailables.
¿El mejor regalo? Un nieto. ¿El sonido más claro? La campana de la escuela.
Toda clase de objetos desaparecidos, pasaron por aquí: el rollo de fotos, el tocadiscos, el casete, el mimeógrafo, el franelógrafo. Sentí nuevamente el golpe de la piedra en el tocte, preparando las melcochas, y toqué un carrito Matchbox recién salido de su caja.
Volví a ver el cine desde la galería y a escuchar a los Ángeles Negros en el teatro Cuenca. Aparecieron nuevamente el viejo de matemáticas y la gringa que fue profesora de inglés. Recordé los viajes al Buerán para ver el fútbol transmitido desde Guayaquil, cuando nuestro estadio era todo de madera. Los cahuitos se desenrollaron del caramelo Límber y el chúcaro fue bautizado de nuevo. Escribí sobre amigos muertos, aún con la pena de su partida.
Examiné la vigencia de la internet, el Twiter y el Facebook. Alguna vez me atreví a recomendar un libro.
Tantas y tantas cosas, como una catarsis, como un psicoanálisis. Hoy es hora de decir adiós, de agradecer a todos los lectores que compartieron estos años conmigo. Nuevos vientos corren en este Diario. Este es mi último artículo. ¡Gracias a todos los que leyeron alguna vez esta columna!
Publicado el 11 de mayo de 2016