miércoles, 26 de febrero de 2014

Culto a la personalidad

Todos tenemos una personalidad. Algunos, como se dice, la tienen “más fuerte” y, con ella, imponen sus posiciones y pensamientos a los demás. 

En principio el liderazgo es una virtud personal que mueve al grupo, sean éste pequeño o grande. Existen líderes en los equipos de fútbol y en los equipos de trabajo: dan ejemplo, abren la ruta.

La humanidad ha mostrado grandes líderes en lo militar y en lo político: no es posible entender de otra manera que Alejandro Magno haya podido movilizar un numerosísimo ejército cuando tenía un poco más de 20 años, y llevarlo a conquistar enormes territorios. Sólo alguien como Winston Churchill puede decir al pueblo inglés atacado por la aviación nazi, que lo único que tiene para ofrecer es “sangre, sudor y lágrimas” e impulsarlo a luchar y vencer en una guerra brutal.

El líder no es un hombre que siempre termina bien: Mussolini, Tito, Alfaro y García Moreno son ejemplos.

Hay un punto de quiebre que marca un antes y un después: el nacimiento del culto a la personalidad del líder. En ese momento deja de ser una persona como las demás, sus pensamientos y decisiones son infalibles, toda discrepancia es un ataque directo al jefe y una traición al proyecto político que dirige.

La figura del líder se rodea de un halo mágico, religioso. Los himnos, las multitudes que le aclaman, la demostración de poder que precede a su llegada, la palabra vibrante, llena de epítetos, todo le da una calidad de superhombre.

Un líder tiene condiciones especiales que lo distinguen de los demás, eso es indudable: para beneficio de su propio proyecto hará siempre una reflexión sobre lo positivo y lo negativo, lo que estuvo bien y los errores cometidos. Sin embargo, rodeado del culto a la personalidad dirá, públicamente y sin tapujos, que él no se ha equivocado, que han errado los demás. Aún más, expresará que le da lo mismo que haya ganado uno u otro candidato, pues ambos están dispuestos a seguirle, dejando de lado un mínimo de lealtad para quien sí estuvo en su propio equipo. Ese líder no abandona a los demás, es traicionado por ellos.  Mala cosa. 

Publicado el 26 de febrero de 2014

miércoles, 19 de febrero de 2014

El trompo

No era fácil aprender a jugar al trompo, más aún cuando los compañeros –algunos mayores y, por desgracia, otros menores- lo hacían maravillosamente y el juguetito parecía mágico en sus manos: hacían el columpio (“gulumbio”, en la lengua mocha de la época), lo arreaban hasta hacerle saltar a la palma de la mano, lo dormían...

El primer problema era colocar bien la piola: ésta se resbalaba por la punta, deslizándose desde la parte gorda hasta que el envoltorio se abría en las manos, y había que empezar de nuevo.

Después, intentando una y otra vez que la piola quedase bien ajustada, empezaban a rajarse los dedos y a aparecer las ampollas.
Por último, el arte de lanzarlo, todavía desconocido, llevaba a que el trompo bailara grácilmente ¡pero patas arriba!, con la punta mirando al cielo y la cabeza deslizándose en la tabla o el ladrillo, mientras resonaba la risa de los habilidosos.

La práctica crea al maestro: después de muchos intentos, arrojándolo con  fuerza y tirando rápidamente de la piola, se lograba el milagro de verle bailar hasta que los puntitos pintados parecieran una línea continua. El trompo prontamente empezaba a cabecear pero habíamos aprendido.

El asunto no quedaba allí, el siguiente paso era jugar a los “tillos”: tapas de cerveza o gaseosa debidamente golpeadas hasta formar un disco plano que iba directamente al círculo formado con el dedo en la tierra.

El correspondiente sorteo señalaba quien empezaba el juego: el mejor trompo no era el más grande ni el más bonito. El compañero envolvía la piola, lo lanzaba hasta atraparlo en la palma extendida de la mano y, con un movimiento circular que dependía del estilo propio, lo lanzaba contra los “tillos” hasta sacarlos del círculo. Así, una y otra vez, apostando todo lo que había en los bolsillos.

Sin embargo, dentro del juego se presentaba un momento aciago: el perdedor debía pasar su trompo al campeón a que éste le golpeara con la punta para marcarlo definitivamente. El alma se iba a los pies en cada golpe. ¿Se quebraría? Algunos triunfadores permitían que el trompo de castigo fuera otro, pero la norma general indicaba que debía ser el del juego. Y así, cada tarde, hasta que el trompo pasó a ser el símil del mundo que giraba. Llegó el momento en que fue a parar en el cajón del velador y nunca más volvió a girar, ni a ver el sol, ni a golpear un tillo. 

Publicado el 19 de febrero de 2014

domingo, 16 de febrero de 2014

Están en la memoria ...

La memoria: ¡cuantas malas pasadas nos ha jugado! Sin embargo, en otros casos, las cosas se han grabado a fuego en nuestra mente. 
Las tablas de multiplicar fueron un suplicio, aún la del dos. Pero, a la vez, se ha quedado la alineación defensiva del primer Deportivo Cuenca: Piazza, Daza, Laterza, Caicedo y Jaramillo...

No sabemos cuantos escalones tiene la grada de subida al segundo piso de la casa, pero están allí los nueve planetas –o serán solamente ocho, sin Plutón- para repetirlos uno tras otro.

Complicado fue aprender, aunque sea parte, la tabla de los elementos de Mendeleyev y saber el significado de sus iniciales, pero el H2O se mantiene incólume, al igual que el 3,1416 del número pi, aunque no sabemos ni cómo se calcula ni para qué sirve.

La memoria nos sirvió para aprender el número de teléfono de la enamorada cuando tenía cuatro dígitos. Para el celular, aunque sea nuestro, debemos recurrir a verlo en el mismo teléfono.

En la memoria está el “Himno a la Dolorosa” que parece que borró el espacio para el de la Universidad, difícil de aprender ni con la hojita delante.

En la memoria está el rostro del compinche de banca de la escuela, inmerso en el rostro barbudo del compañero que vemos a los 50 años. El nombre, no; el apellido, tal vez.

En la memoria automática está pisar el embrague para meter el cambio, levantar lentamente el pie del acelerador y seguir adelante; en la memoria profunda está el paseo con la novia, en la Datsun 1200, tratando de poner los cambios con ella sentada cerquita.

En medio de la mente se mantienen el golazo del equipo de fútbol del colegio y el temor a salir malparado de la pelea a golpes en el Parque de la Madre.

Muy adentro están el viaje a Guayaquil, a la madrugada, cuando las hojas de los eucaliptos brillaban húmedas a la luz del carro del papá, y la imagen de la Catedral, al volver de El Oro por la avenida Loja.

Cuántas cosas están, esperando que una canción, un olor, un chispazo, las traigan de regreso aunque sea en un momento, en un sueño.

Publicado el 12 de febrero de 2014

miércoles, 5 de febrero de 2014

Febrero 9, 1964

Un poco como hoy, ese día también nevaba en los Estados Unidos. Los Beatles se preparaban para la presentación en el show de Ed Sullivan, un espectáculo de variedades donde aparecían cómicos, señoras gordas que tocaban música montañera acompañadas de una tabla de lavar que rascaban para dar un poco de ritmo, y bailarines que zapatean en el escenario.

El propio Sullivan –hágase una imagen, con las distancias, de un Don Francisco gringo- no estaba muy seguro que pasaría en el espectáculo y por qué esos jóvenes causaban tanto furor. Cierto es que cientos de aficionados los habían recibido en el aeropuerto a su llegada de Suecia y Sullivan, que estaba en Inglaterra coincidencialmente, pensó que podrían ser parte de un próximo programa. Pero nunca imaginó que los gritos de los fans se multiplicarían hasta lo ensordecedor cuando llegaron a Nueva York.

Televisión en blanco y negro, un presentador que parecía más bien de feria, un movimiento del brazo en la pantalla y la frase –ya histórica- “And now, The Beatles”, supusieron un cambio sin precedentes en la cultura de ese país y del mundo. Se había iniciado lo que se llamó la “Invasión Británica” y nunca más los jóvenes se sintieron simplemente un germen de adulto sino que asumieron su propia y definida personalidad.

Quedaban atrás los sonidos de las grandes bandas del jazz, las canciones edulcoradas de los crooners para el baile con smoking y vestido largo: ahora había que gritar y exponer la adrenalina que se desparramaba a chorros. El compás del cuatro por cuatro del rock, según dicen los científicos, era un retorno a los latidos del corazón materno, tranquilizante en plena pubertad.

Los mismos miembros de la banda se sorprendieron ante la multitud que esperaba enfrente del hotel: se había vedado para ellos la posibilidad de salir a la calle, pedir una pizza neoyorkina en vez del pescado con papas, o pasear libremente por las calles. Se volvieron, desde ese momento, prisioneros del éxito, cárcel dorada de la que se podía escapar solamente con la música.

Cuando Sullivan les indicó, después del show, que 73 millones de personas (73 con seis ceros) habían visto el programa esa noche, nadie, ni ellos mismos, pudieron suponer que el cambio que se había producido era irreversible. Lennon dijo después: “Nos sentiremos muy contentos si duramos diez años”. Han pasado 50 y allí están. 

Publicado el  5 de febrero de 2014