miércoles, 31 de julio de 2013

Télex


Todavía hoy aparecen unas instrucciones en los concursos de ofertas: “No pueden enviarse las propuestas por télex y fax”. Las nuevas generaciones de abogados que revisan los documentos precontractuales no tienen idea qué quiere decir la frase.

El fax parece seguir vivo, pero venido muy a menos por el escáner, ese aparato que ya tiene el nombre castellanizado. Pero ¿y el télex?
Los recuerdos se pierden en los antiguos sistemas de comunicación que han pasado a mejor vida. Ha desaparecido el angustioso llamado del telégrafo, buscando al barco más cercano a través del S.O.S., que es solamente tres puntos, tres rayas, tres puntos. El Titanic lo lanzó en una oscura noche de 1912, cuando el capitán Edward John Smith así lo ordenó al telegrafista Jack Phillips.

El teléfono que usaba manivela se encuentra sobre la mesita del recibidor, como una antigua pieza. El que llamaba no necesitaba marcar número alguno, pues las vueltas de la manivela llevaban a que una operadora contestara, pidiendo el número para comunicar. Existía, sin embargo, un truco, pues los golpes en la horquilla podían servir para el mismo resultado, en un momento que los números telefónicos tenían solamente tres cifras.

Las únicas noticias internacionales que los locutores de las radios locales lanzaban a los cuatro vientos eran aquellas “llegadas a nuestros propios teletipos”, esas máquinas que en las oficinas se llamaban télex.  Salía de estos aparatos una larguísima tira mecanografiada que generalmente contenía información de negocios: el embarque de un producto desde el lejano puerto de Hamburgo –el comercio con China no existía- o el depósito hecho en una cuenta corriente del extranjero.

Manejar un télex necesitaba de gran conocimiento técnico y un niño no podía hacerlo. Hoy, ese mismo niño de 10 años, puede usar un iPod y llamar desde cualquier parte del mundo, para hablar con sus abuelos en vivo y en directo, incluyendo cámara de video.

¿Enviar una propuesta para un concurso público o privado por télex? Imposible. En el último tercio del siglo XX los contratos estaban impresos en papel, tan grandes como hoy. Cuántos rollos de papel hubiera necesitado una propuesta por télex. Hoy  este aparato sofisticado no existe. Después de 20 años veremos –si estamos aquí- cuáles de los nuevos inventos son cosa del pasado.

Publicado el 31 de julio de 2013

miércoles, 24 de julio de 2013

Cincuenta años


Los hombres hacen a las instituciones y éstas, con las bases que esos hombres definen, se proyectan hacia el futuro.

En el año 1963 un grupo de cuencanos encabezados por Antonio Borrero Vega resolvió llevar a cabo una labor muy difícil: convencer a sus conciudadanos que se podía llevar adelante la creación de una mutualista. Ésta tendría como objeto principal la unión de pequeños capitales que llevarían a que, unidos, cientos de ciudadanos que no tenían vivienda propia pudieran cumplir el anhelado sueño de compartir con su familia un lugar donde vivir decentemente.

Las circunstancias no eran las mejores: el país no había iniciado aún la producción petrolera que cambió definitivamente la imagen del Ecuador, y Cuenca era una ciudad pequeña que caminaba hacia delante con el empuje de sus propios hijos. Poco a poco fueron abriendo sus libretas de ahorro algunas decenas de personas, que luego fueron cientos y miles. La Mutualista Azuay se convirtió en la institución donde se buscaba –y encontraba- el apoyo económico para la adquisición del departamento de la joven familia, la casa en que se cimentaron los matrimonios y los hijos, la oficina para el profesional que se iniciaba, la construcción de  ciudadelas y barrios en lugares que parecían tan distantes: El Cebollar, Machángara...

De los 355 socios iniciales el número se ha incrementado hasta 130.000. Los activos que sirvieron para fundarla, que fueron 434.000 sucres –puede usted hacer el cálculo de lo que esto significa– hoy se han elevado a 104 millones de dólares. Pero, más allá de las frías cifras, hay 40.000 familias que han recibido préstamos para vivienda.

La globalización no es solamente mundial, es también nacional: poco a poco los inversionistas de los polos de desarrollo más grandes del país se involucran en actividades que llegan a todos los rincones del Ecuador, y desaparecen las organizaciones locales. Sucedió con una institución bancaria emblemática de la ciudad, que dejó de ser de propiedad de cuencanos y desapareció después.

La Mutualista Azuay es un referente del trabajo de los azuayos, pertenece a todos sus asociados,  y debe ser reconocida cuando ha llegado a la mediana edad de los 50 años. Su obra está a la vista, inclusive en el momento en que, ventajosamente, otras instituciones confieren créditos para vivienda. La ciudad y el país conocen la labor que realiza y esperan aún más de ella en el futuro.

Publicado el 24 de julio de 2013

miércoles, 17 de julio de 2013

Incapacidad en la comunicación


En ciertas carreras los exámenes finales universitarios son orales. Las razones son muchas, empezando porque el lenguaje es el primer vínculo de contacto y de desarrollo de las ideas.

Los exámenes orales permiten que profesor y alumno salgan del estrecho molde del papel. Un examen oral, bien llevado por profesor y alumno, supone un intercambio de conocimientos y expresiones  que va más allá de la odiosa memorización. Permite, al final, que el estudiante demuestre lo asimilado y precise las relaciones de los conceptos con los elementos de la vida ordinaria. Lleva a que el aprendizaje muestre su razón de ser y supone una aplicación del pensamiento lógico.

Todo lo dicho está muy bien. Sin embargo, ¿por qué nuestros estudiantes no pueden expresarse?

Cualquier profesor que haya pasado por la experiencia del examen oral se topa con una realidad de la que es imposible escapar: estudiantes brillantes, que han demostrado su capacidad es durante el año, presentando análisis y trabajos escritos de muy buena factura o respondiendo las preguntas de un examen escrito, llegan a fracasar cuando deben enfrentarse al temible examen oral.

El estudiante se presenta nervioso, no quiere tomar asiento y contesta las preguntas de pie. Se le quiebra la voz o ésta se vuelve ininteligible; estruja sus manos una y otra vez, mientras eleva la mirada a lo alto, como esperando ayuda. Inclusive llega a musitar frases, como la estudiante que dice bajito “Dios, no me falles”.El examen oral es una verdadera pesadilla para cualquier alumno, brillante o mediocre.

Habría que hacer una revisión geográfica y sociológica del problema: la mayoría de estudiantes que sufre este síndrome son oriundos de nuestra ciudad o de las provincias serranas. En general los estudiantes de la Costa se presentan de mejor manera, aunque fuera solamente en la forma verbal. Los estudiantes que proceden de sectores campesinos, o aquellos de extracción popular, siguen la misma línea: se muestran cortos en su expresión.

Es necesario que los colegios y las universidades encuentren los mecanismos para romper este lastre. La persona que no sabe expresarse verbalmente está indudablemente en una situación de enorme desventaja ante otros. Es indispensable que los futuros profesionales puedan manejar el lenguaje  oral de manera fluida, correcta y convincente.

Publicado el 17 de julio de 2013




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HERRAMIENTAS

miércoles, 10 de julio de 2013

José Serrano y la palabra


No por esperada, la muerte es menos dolorosa. Por ello, la sensación de vacío, la impotencia ante lo que nunca más será, apareció el jueves anterior: había muerto José Serrano González.

Fuimos testigos de su indomable voluntad de vivir, a pesar de todas las tragedias, a pesar de todos los dolores: sin renegar de la Parca que podía estar esperando en cualquier momento, el amor a la vida, a la palabra, a la belleza, estuvieron siempre en primer plano.

Nunca le vi quejarse: a veces su inteligencia tan clara podía embotarse por los fármacos y por la tristeza, pero resurgía igual de brillante unos días después. Así, aparecía nuevamente en sus escritos o en las anécdotas, en las que podía rememorar la antigua juventud reflejada en el sol de los venados de las montañas del Cañar, o en el recuerdo indeleble y permanente de su madre.

Cada detalle tenía un significado: su colección biográfica de Bolívar, la imagen permanente –tal vez venida de la niñez- de los caballos en su estudio; o los bastones: éste, con el pomo de plata, aquél de ébano, el del lunes, con las iniciales, y así, indefinidamente, cada uno con su origen o su historia.

Las palabras eran su pasión pues quería descifrarlas todas, conocer su origen más profundo, desgranarlas como se desgrana el maíz, hasta desconstruirlas para que brotara la idea pura que yace en cada una de ellas. La guía estaba en Borges: Si (como afirma el griego en el Cratilo)/el nombre es arquetipo de la cosa/en las letras de ‘rosa’ está la rosa/y todo el Nilo en la palabra ‘Nilo’.

Por ello, sus clases, más allá del aprendizaje de  conceptos o  la repetición de definiciones tediosas, buscaban que los jóvenes estudiantes pensaran, que indagaran para encontrar la ciencia en el sentido de cada término, porque indudablemente se encontraba allí, escondida, esperando que el zapapico o la barrena intelectuales encontraran su verdadero valor, como el de una joya que requiere limpiar sus impurezas para brillar a la luz del día.

Hoy que se ha ido queda un vacío entre los que tuvimos la suerte de compartir en la Universidad, un día tras otro, la espera mañanera de la “lucha de clases”. Su legado está, sobre todo, en los estudiantes que hoy extrañan su presencia y reconocen que, encontrarle, cambió su forma de comprender las cosas.

Estoy seguro que ahora que se ha ido, en su condición de buceador de las palabras habrá encontrado al Verbo. ¡Adiós, Pepe!

Publicado el 10 de julio de 2013




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HERRAMIENTAS
 

miércoles, 3 de julio de 2013

Franelógrafo


Los pantalones de franela, sobre todo cuando hacía calor, eran causa de picores indeseables. Más elegante era el terno completo, aunque pudiera tener un bolsillo al otro lado del pecho, señal inequívoca que el saco había sido “volteado” y venía por herencia de un hermano mayor o del papá, que lo cedía al ver que su retoño necesitaba estar mejor presentado.

El terno completo servía para muchas cosas: asistir al entierro de algún pariente lejano, presentarse a una recitación pública en escenario, concurrir al matrimonio de un tío, o hasta para acompañar a la madrina del equipo del tercer curso, que aparece mohína –tal vez por la facha del acompañante- en alguna fotografía guardada por un amigo.

La franela, sin embargo, tuvo un momento de gloria durante los días de la escuela: llegó a ser parte de un “nuevo sistema de aprendizaje”, antes que existieran los proyectores llamados genéricamente infocus. Este nuevo proyecto consistía en la fabricación de un marco de madera que rodeaba y ajustaba un gran pedazo de tela roja: ¡había nacido el “franelógrafo"!

Este franelógrafo servía para que profesor y alumnos pudieran colocar toda clase de textos y fotografías, clavados con tachuelas, en un empeño de visualizar los temas de estudio. Allí estaban el mismo Simón Bolívar y su caballo blanco, el Escudo Nacional con un cóndor que movía la cabeza, dibujos de la Costa, la Sierra y el Oriente, una foto de la Catedral de Cuenca, todos rodeados de frases patrióticas que los niños repetían una y otra vez.

La técnica llegó al franelógrafo y el hábil profesor de sexto grado –el último de la escuela, en esa época- logró que las figuras pudieran aparecer y desaparecer con el simple uso de dos manivelas que hacían que la franela corriera hacia arriba y abajo. Cierto es que, por el movimiento, se soltaban los dibujos y volaban por los vientos de junio en el patio de la escuela, pero el aparato causaba sensación.

El franelógrafo necesitaba del trabajo manual de los alumnos –y, por ende de los papás- que cortaban, pegaban, dibujaban y pintaban las láminas de cartulina compradas donde Martiniano Pulla.  Se creaba una relación directa entre lo que se enseñaba y lo que se aprendía. Eso, que hoy los pedagogos llaman “promover y acompañar el aprendizaje”.

Antonio Martínez Borrero