miércoles, 30 de mayo de 2012

El tiempo de los demás


Daniel J. Boorstin, en su libro “Los descubridores”, se refiere al cambio radical que significó para la humanidad el descubrimiento -¿o la invención?- del tiempo. Reflexiona que la división del año en días, semanas y meses, no nace simplemente de la observación de la naturaleza sino de una concepción mental que produjo un giro en la vida cotidiana de los pueblos.

Las personas vivimos sujetas al tiempo: así el Eclesiastés se refiere a que hay un tiempo para nacer y otro para morir; un tiempo para sembrar y otro para cosechar. Pero el tiempo puede referirse también a asuntos más banales como la hora en que empieza un partido de fútbol o la novela de la televisión.

Los estudiantes se preocupan de no llegar tarde a clase pues hay profesores que cierran la puerta. Los empleados tratan de llegar, a tiempo, al reloj marcador para poner su tarjeta o su huella. El abogado hace esfuerzos para llegar antes de la “hora judicial”, hoy disminuida a 10 minutos, para estar presente a tiempo en la audiencia.

Cuenca y el país trataron, hace algunos años, de romper el paradigma de la “hora ecuatoriana” para que los actos públicos y privados iniciaran puntualmente. Parece que el empeño no duró mucho tiempo.

Hay profesiones que aparecen incumplidas por definición: ¿conoce usted algún carpintero que entregue su obra a tiempo?
El problema se agudiza cuando no es nuestro propio tiempo el que desperdiciamos, sino el de los demás. “Pasar el tiempo” es una actividad individual; cuando se produce por esperar a otro, supone un abuso del incumplido, pues el tiempo no vuelve. “Quemar el tiempo” es una forma de manifestar que estamos quemando nuestra propia vida; incinerar el tiempo de los demás es convertir en bonzo a un extraño.

Tal vez en momentos de reforma judicial cabría implantar una ley que penalice el “robo” del tiempo. Si la vida, cuando se quita, ya no puede devolverse, el abuso del tiempo produce el mismo efecto: nunca más se recupera. Tal vez así los almacenes que venden muebles, los talleres automotrices, las oficinas que atienden la matriculación vehicular, los trámites para conseguir autorizaciones de todo tipo, los que no instalan la televisión por cable, los jardineros que nunca llegan, el sastre que se olvidó de la confección, y tantos otros, respetarían el tiempo ajeno, más importante que el dinero que ganan de tan mala manera.

Publicado el 30 de mayo de 2012

miércoles, 16 de mayo de 2012

¿Le gustaría vivir en esa calle?


Las ciudades, grandes o pequeñas, bautizan sus calles y plazas con nombres significativos. Estas denominaciones forman parte de su identidad.

Tales designaciones muchas veces provienen de nombres de grandes batallas o del sitio en que se practicaba una antigua profesión u ocupación. Posiblemente esos lugares han decantado algunas faenas de poca monta y hoy lugares emblemáticos lucen un nombre tradicional con orgullo.

Hay calles famosas: los Campos Elíseos de París obtuvieron su nombre del lugar por donde caminan las almas de los hombres y mujeres virtuosos, y las de los guerreros que defendieron a la patria.

Hay plazas famosas como Trafalgar Square, en Londres, denominada por la batalla naval en la que se enfrentaron la flota inglesa bajo el mando de Horacio Nelson, contra las armadas española y francesa, que defendían a Napoleón.

La avenida Nueve de Julio, en Buenos Aires, lleva el nombre de la fecha de la declaración de la Independencia de la Argentina, en 1816.
El Zócalo, en Ciudad de México, se llama exactamente la Plaza de la Constitución. A la Plaza Roja, en Moscú, le quedó muy bien el nombre cuando el Partido Comunista gobernaba la Unión Soviética. La verdad que la palabra “roja” en ruso, significa también “bonita”.

En otros casos las calles y plazas llevan nombres de escritores, pintores, actores, deportistas y otros personajes que han dado lustre a una ciudad o país. Muchas veces tales personajes son reconocidos por otras naciones, y sus nombres se encuentran en lugares que jamás visitaron, pero que los reconocen como personajes a los que la humanidad debe mucho.

Otras llevan nombres siniestros, como la famosa Rue Morgue del cuento de Edgar Allan Poe y la que, supongo, nadie quiere visitar.

El nombre, como dijo Borges, es el arquetipo de la cosa, por eso “en la palabra ‘rosa’ está la rosa/ y todo el Nilo en la palabra ‘Nilo’...”
Por eso nuestra ciudad debe tener mucho cuidado en la denominación de sus calles y plazas, pues un nombre, por más popular que sea, puede traer connotaciones negativas o ser francamente feo. Creo que a nadie le gustará vivir en la “Calle de la Chicha Huevona”.

Publicado el  16 de mayo de 2012

miércoles, 9 de mayo de 2012

Quince minutos de fama


En estos días se ha puesto de moda un programa de televisión que busca talentos ecuatorianos. Una gran cantidad de televidentes mira este programa y se divierte, ríe, sufre y se disgusta con todo lo que ve.

Entre los que se han presentado están cantantes, contorsionistas, travestis, magos, tocadores de cucharas, indígenas de nuestras selvas orientales que cantan rap, niños de cinco años y otros de un poco más, dos afroecuatorianos que tocan bongó,  güiro y cantan música urbana, un individuo que hace striptease, una señora de más de 80 años que toca Chopin en el piano, una chica que danza con su cara pintada de blanco y negro, dos muchachitos dorados que se levantan el uno al otro a pulso, una señorita que canta ópera y otra soul, músicos que tocan y cantan pasillos,  y así hasta lo que pueda esperarse.

También pueden verse mestizos, blancos, indios, mulatos, montubios, afroecuatorianos, hombres, mujeres, niños, personas discapacitadas que cantan desde una silla de ruedas, vendedores ambulantes, músicos de restaurante, amas de casa y desocupados, cada uno mostrando las razones por las que es diferente a los demás.

Todos buscan los 15 minutos de fama a los que se refería Andy Warhol. Unos se sienten reconocidos con los aplausos del público; otros, frustrados si el jurado no los escogió. Todos, o casi todos, esperan ganar el premio económico, que no es poco, y empezar una carrera que les lleve a la fama y tal vez a la fortuna.

El jurado también muestra la diversidad ecuatoriana – y hasta extranjera- pues lo componen un cantante de origen popular y apellido ancestral, una guapa intérprete afroecuatoriana, y otro que es actor de telenovelas, con apellido argentino-italiano y madre libanesa.

Quienes ven el programa pueden encontrar de todo: desde lo sublime hasta lo ridículo. Concursantes que parece que han llegado a la presentación con el objetivo de “vacilar al jurado”. Otras lo toman muy a pecho, aunque sus cualidades no aparecen sino en la minifalda excesiva. Por allí, la ingenuidad de un niño, con voz preciosa, rompe la monotonía. El que canta música urbana se queja del jurado, que parece que quiere oír sólo música nacional, cuando “lo que hacemos es lo que pertenece al pueblo”. De lo que puede verse  ni un solo rockero se ha presentado o ha sido aceptado en el concurso.

Cuando nuestra Constitución Política se refirió a que somos un Estado miulticultural y pluriétnico parece que se quedó corta. Un programa de búsqueda de talentos, más allá de su calidad, puede mostrar que en el Ecuador hay gente más distinta a cada uno de nosotros de lo que podíamos suponer.

Publicado el 9 de mayo de 2012

miércoles, 2 de mayo de 2012

Salomé y la bicicleta


Salomé era una chica alegre, decidida y simpática. Caía bien a sus amigos y les impulsaba a pensar en cosas nuevas. Estaba comprometida con tantos planes de aquellos que mueven –y han movido- a los jóvenes en cualquier época. Salomé tenía, sobre todo, una pasión: la bicicleta.

No solamente que se sentía libre mientras el viento frío de la ciudad soplaba en su rostro en una mañana cualquiera, sino que percibía, en cada impulso de sus piernas, que estaba viva, que era joven, que tenía un mundo por delante.

No es usual que una chica pueda conocer algo de mecánica: Salomé llevó su pasión por el ciclismo un pasito más allá, y podía saber si el timón de su bicicleta estaba a la altura correcta, si los cambios funcionaban con la suavidad que los piñones necesitaban para que se deslizara suavemente, aunque las subidas y bajadas del camino exigieran un golpe más de sus pantorrillas y sus muslos.

Salomé hoy está muerta, un bus la arrolló en Cumbayá.

Esta es la historia de una chica a la que no conocimos y que incluye los trocitos de la vida de muchos jóvenes de cualquiera de las ciudades de nuestro país. Muchachos y chicas que han descubierto el gozo de transportarse en una bicicleta, de utilizarla buscando una aventura sana en los chaquiñanes y senderitos rurales, que deciden ir a la pista y esforzarse para lograr el impulso casi increíble que se necesita para subir a la parte más alta del peralte, y mantenerse girando, vuelta tras vuelta, mientras la adrenalina despeja los problemas cotidianos, los conflictos con los padres y los profesores, la preocupación del cercano e incierto futuro profesional.

Jaime Astudillo Romero es un entusiasta del ciclismo, como lo ha sido de otros deportes: basquetbol y aún del vuelo en alas delta. Hizo un llamado desde la condición que le da su calidad de director de la Red de Universidades y reunió, hace unos días, a más de 4.000 ciclistas que recorrieron las calles de Cuenca en una demostración del compromiso de los ciudadanos, incluyendo los jóvenes, para buscar una nueva forma de sentir la ciudad.


Entre estos 4.000 ciclistas ¿cuántas Salomés estuvieron? ¿Cuántas quedarán expuestas hoy, mañana, o en un mes, a un desaprensivo busero, un brutal conductor de camiones o al niño-bien, que acelera prevalido del poder que le da el carro de papá?
No queremos ver a una nueva Salomé en ninguno de nuestros caminos si no la observamos feliz, mientras el viento le sopla en la cara.

Publicado el 2 de mayo de 2012