miércoles, 25 de abril de 2012

El colegio Borja y su circunstancia


Tres sedes ha tenido el colegio Borja en estos 75 años: ha estado en el parque Calderón, lugar neurálgico de la ciudad, en donde todo y todos pasan. Dispuesto en forma tradicional, tenía como vecinos al representante del gobierno central, al de la comunidad cuencana, a la Iglesia y a la administración de justicia: cuatro pilares de una sociedad tradicional en la que cada uno de los poderes establecidos tenía claras sus atribuciones, y lo hacía saber a los demás.

La segunda sede estuvo en Pumapungo, la Puerta del León, el lugar sagrado de los cañaris y de los incas, el territorio que la tradición señala como el origen de Huayna-Cápac y centro del poder del Imperio sojuzgador de los pueblos del norte y sur del Cuzco.

La tercera está en lo que hace poco eran las afueras de la ciudad, en la zona de Baños, en donde la tradición –que no la ciencia- determinan la existencia de un volcán dormido.

Ortega y Gasset incluyó su famosa frase “Yo soy yo y mi circunstancia...” en su obra “Las meditaciones del Quijote”.  Definió claramente que nadie está solo y que la afectación de lo que nos rodea influye radicalmente en nuestro pensamiento y nuestro comportamiento.
El colegio Borja es también lo que es,  por su circunstancia.

Férrea disciplina –venida a menos, a veces- y una pasión por el análisis riguroso de los sucesos, formaron muchas generaciones de hombres. Extrañamente, siendo un colegio confesional, muchos no siguieron lo que se podría llamar una “línea católica”. Aunque a veces lo nieguen, inclusive prohombres de la izquierda inclusive revolucionaria, se moldearon, ¡oh sorpresa!, cubiertos por el manto de la Dolorosa del Colegio.

El resto de la frase de Ortega y Gasset es menos conocido, y dice: “... y si no la salvo a ella no me salvo yo.”

Es un mérito indeleble del viejo colegio que la frase completa, aunque no sabida, se haya encerrado ocultamente en la mente de todos quienes pasaron por el Borja. Conociendo la vida misma como la realidad radical,  han considerado necesario salvar la circunstancia propia, la de su ciudad y de su país. Lo han hecho muchas veces con justeza, otras equivocadamente, siempre con pasión, pues la impronta jesuítica se asienta como se asentó el colegio en cada una de sus sedes: en lo más profundo de nuestra identidad como cuencanos.

Publicado el 25 de abril de 2012

miércoles, 18 de abril de 2012

Descalificados


Así están muchos: descalificados. Encontramos en el léxico cotidiano del poder, que se filtra a todos los estratos, una herramienta arrolladora que golpea sin miramientos, con la habilidad que cualquier jerarca fascista hubiera aplaudido.

La descalificación de todo grupo, estamento, organización, es asunto permanente, sin miramiento ni tapujo alguno.

Se descalifica a los judiciales como corruptos, ineptos y malos trabajadores, sin señalar los nombres de quienes se incluyen en esta categoría nefasta, logrando así que personas de servicio pulcro y honrado se vean salpicadas de epítetos que, a fuer de repetirse mil veces, se vuelven realidad.

Se descalifica a las organizaciones campesinas como ignorantes y retrógradas; no se discute con ellas sobre conceptos, ni se respetan sus puntos de vista.

Se descalifica a los dirigentes sociales, metiendo a todos en el mismo saco bajo el rótulo de golpistas.

Se descalifica a los banqueros como una caterva de vendepatrias que buscan enriquecerse sin limitación alguna.

Se descalifica a la prensa, como si la generalización supusiera que cada radiodifusor, cada periodista, cada director general, cada editor estuvieran vendidos a los más bajos intereses y pagados para defender la explotación, la corrupción y la sinvergüencería.

Se descalifica a los ecologistas, por insulsos, ineptos e infantiles y, a la vez, a los empleadores por chupasangre de sus trabajadores.
Así, buscando la descalificación, la fuerza pública necesita 50 agentes de policía para entregar un documento en una universidad en las que están dos personas.

Se aprovechan con éxito las ideas de Maquiavelo, pues al príncipe más le vale ser temido que ser amado. O las de Sun Tzu, que hace 2.500 años sentenció que “el ataque no consiste sencillamente en el asalto a las ciudades amuralladas o en disponer ordenadamente el avance de las tropas; debe incluir el arte de acometer contra el equilibrio mental del enemigo...”

Ahora: ponga el nombre del grupo y busque la descalificación correspondiente.

¿Nos hemos convertido en eso: los buenos contra los malos? ¿La supuesta “élite” tiene derecho a enjuiciar y señalar quién es escoria? Como van las cosas, puede esperar usted, estimado lector, que llegará el turno.

Publicado el 18 de abril de 2012

miércoles, 11 de abril de 2012

Música a plazos


En un local que se encontraba lindando con un conocido banco, en la calle Sucre, había hace muchos años un almacén de discos. Se vendían tanto los de 45 r.p.m. (para los jóvenes: esto quiere decir que los discos giraba a 45 revoluciones por minuto en los viejos tocadiscos de aguja) y los de 33 r.p.m., llamados también long plays.

Muchos eran fabricados en el Ecuador por empresas que hoy ya no existen. Venían en unas fundas con una impresión de la carátula, y envueltos interiormente en plástico.

En los años 70 no es que aquellos discos aparecieran a tiempo. Es así que el famoso Festival de Woodstock, momento cumbre del movimiento hippie que se llevó a cabo en agosto de 1969, llegó en dos discos long play a Cuenca posiblemente tres años después.

Los que estaban interesados en la música debían contar necesariamente con un amigo ambulante, que traería los últimos discos de alguno de sus viajes. Si la amistad era suficiente podía pedírsele que, en su próximo periplo, incluyera en su maleta alguna obra última de Joan Baez, John Sebastian, The Doors, Janis Joplin, Grateful Dead o Credence Clearwater Revival.

El almacén de música tenía un sistema imbatible para vender: podía comprarse un disco que valía 80 sucres, ¡a crédito! La fórmula era muy simple: el comprador pagaba una cuota semanal y el dueño del local, por tal pago, ponía a sonar una o dos canciones del disco, para aplacar la ansiedad del cliente.

Una vez pagado el precio, el feliz propietario podía llevárselo, a veces pidiendo que se le entregara un disco nuevo y no el que había escuchado por partes a lo largo de varias semanas.

La música no era una simple moda: los discos traían un soplo – a veces, un vendaval- de nuevas ideas: la relación con la naturaleza, con el sexo contrario, el rechazo a la sociedad de consumo –que aún no existía en el Ecuador-, una definición personal por la contracultura, un grito por la paz en un momento histórico en que ardía la guerra del Vietnam. Muchas eran posiciones de un activismo radical que, en la andina ciudad, aparecían no como algo de otro continente, sino de otro planeta.

La Internet ha traído muchas ventajas pero ha terminado definitivamente con la sensación de espera, ansiedad y alegría que suponía comprar un disco a crédito, o esperar que llegara en la maleta de un amigo viajero. También hoy la música, como tantas cosas, es desechable.

Publicado el 11 de abril de 2012

miércoles, 4 de abril de 2012

El filipino


Hay un buen restaurante en uno de los barrios populares de Nueva York. La comida es exquisita y tiene un sabor exótico. Muchos vienen desde otros distritos para gozar de una buena cena. La especialidad del restaurante es la comida filipina. Platos basados en cerdo, con influencia china, al igual que el arroz, se mezclan con otros de origen español, heredados del tiempo en que las islas estaban bajo el dominio del león ibérico.

Muy lejos de ese lugar, hace muchos años un joven salió de Cuenca y luego de muchas peripecias, llegó a Nueva York, enorme y absorbente, donde está todo lo que puede esperarse, para bien o para mal.

Este joven había salido de su casa campesina en un lugar llamado “El Cerro”, no porque estuviera en las montañas cercanas al Nudo del Azuay o en las estribaciones que suben hacia La Asunción o San Fernando. Su hogar estaba más cerca, en la parroquia Ochoa León.
Nieto de un viejo campesino de la época en que se labraban los campos con bueyes y arado de reja, Juan se llamaba como su abuelo. Éste, sin embargo, era “tayta Juan”.

Al final, Juan Narváez, despidiéndose de sus abuelos y sus padres, llegó a Nueva York, en donde trabajó de peón de la construcción y luego de carpintero. Con algo de suerte pudo después empezar a barrer en un restaurante de mala muerte en el sector más oscuro del barrio de Queens. Pero aprendió muchas cosas, fijándose lentamente en lo que hacían los demás.

La vida da giros inesperados y Juan Narváez llegó a trabajar en el restaurante filipino. Empezó fregando platos, rompiéndose el lomo cuando cargaba las cajas de productos que entraban en la cocina, trabajando 16 horas diarias. Pero siguió aprendiendo.

Hoy los comensales que entran en el restaurante saben, porque el maître lo dice apenas llegan, que el lugar cuenta con un extraordinario cocinero filipino. Las mesas están siempre bien servidas. El pancit rebosa los platos, que prontamente quedan limpios.El menudo y el pochero, venidos de la cocina española, hacen las delicias de quienes los comen. 

El que desee hablar con el cocinero puede pedir que visite la mesa. Lentamente el maestro sale de la cocina, con su rostro moreno y sus ojos rasgados: es Juan Narváez, chef “filipino” al que usted puede encontrar en un restaurante de Nueva York si tiene la dirección precisa. La historia es auténtica.


Publicado el 4 de abril de 2012